𝖝𝖛𝖎𝖎.

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xvii. la bondad en los pueblos es poco más que dejarte en carne viva y no perdonar nunca pero es lo mejor que puedo darte

Las campanas tañían las nueve de la noche cuando dos hermanas aparcaron su vehículo en las afueras. Todo estaba muy quieto y en las calles más estrechas hacía frío. Las hermanas no eran hermanas en realidad. Una venía de muy lejos, y otra volvía al pueblo donde había nacido. Las había unido el destino y la solidaridad.

—¿Y tu casa?

—Por aquí, por aquí. Todavía me acuerdo, aunque a veces desearía que no.

—Exageras.

—No es por la casa, es por este sitio, ya te lo he dicho.

—No creo que sea para tanto... Tampoco me voy a quejar, bastante es que me vas a dejar quedarme unos días hasta que encuentre un alquiler que pueda pagar sin desangrarme.

A pesar de sus palabras, la forastera sintió la misma incomodidad de la que su amiga le había hablado. La niebla que lo envolvía casi todo a pesar de ser temprano, el ruido como lejano de un bar que tenían a muy pocos metros, los balcones con banderas andrajosas, la iluminación blanca que tanto contrastaba con los edificios levantados hacía cuarenta años y que provocaba aún más frío. El ruido de sus maletas lo cubría todo. Sintió entonces el peso de las miradas, y la neblina que las rodeaba como los tentáculos de algo invisible, algo vivo. Le picaba la nuca. Luego sus hombros se tensaron. Si se giraba, ¿habría algo ahí?

Recordaba lo que su hermana le había dicho antes de montarse en el coche: oír y callar. Nada de ver. Si intentaba devolverle la mirada a quien la vigilaba solo empeoraría las cosas.

Miró hacia arriba y vio a una anciana asomada a la ventana, tras una cortina que tapaba la mitad de su rostro. La luz del interior se apagó. Toda la silueta desapareció, engullida por la oscuridad, excepto una esfera blanca.

El ojo era lo único que brillaba en la negrura, observándolas.

Entre dioses y fauces ⇝Where stories live. Discover now