Capítulo 1

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Simon Goldstein se pavonea por la oficina como si todo el mundo tuviera la obligación de estar a sus pies

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Simon Goldstein se pavonea por la oficina como si todo el mundo tuviera la obligación de estar a sus pies.

No le falta razón, en realidad. Es nuestro supervisor, le debemos obediencia y sumisión. Bueno, sumisión no, pero, siendo sinceros, a mí me encantaría estar de rodillas frente a él. Sin ropa, a poder ser.

Dios, he perdido la cuenta de las veces que he fantaseado con cómo sería hacerlo con él. De hecho, una vez me llamó a su despacho para hablar sobre un informe y tuvo que repetirme las mismas preguntas varias veces porque me resultó imposible no imaginar que me tiraba sobre el escritorio, me levantaba la falda y me follaba ahí mismo. Probablemente debió pensar que era estúpida, lo cual no está muy alejado de la realidad.

Lo cierto es que empiezo a pensar que he perdido el norte por culpa de Simon, ¿pero quién podría culparme? Es un hombre de los que no se suelen ver a menudo: rubio, alto, fornido y con un bronceado de un tono perfecto y natural, nada que ver con esos bronceados naranjas que suelen verse por ahí. Incluso tiene los ojos azules. ¡Azules, maldita sea!

Joder, es que parece sacado de una revista.

—Lo estás haciendo otra vez, Eli —escucho decir a Jordan.

Doy un respingo. Jordan, mi compañera, ha adquirido la costumbre de avisarme cada vez que me quedo mirando a mi supervisor como si fuera un postre y yo estuviera a punto de darle un mordisco en los genitales.

Jordan carraspea y se atusa los bucles negros que decoran su bonito rostro con forma de manzana. Es una muñeca, pero a nadie le engaña su apariencia: todo el mundo sabe que lleva al diablo en su interior y que solo me quiere a mí. A veces pienso que simplemente me ha adoptado como si fuera su mascota.

—Lo siento, es que hoy se ha puesto la corbata azul —me excuso.

El azul es mi color favorito. Al menos, lo es desde que Simon ha empezado a llevarlo.

—Tienes un correo en la pantalla, Elisabeth —dice Jordan, obligándome a apartar la mirada de mi dios griego particular para centrarme en el trabajo. Cuando me llama por mi nombre completo es como una advertencia.

Strike dos, Elisabeth.

Trago saliva. Sé que está mal que me coma a mi supervisor con la mirada, y lo seguiría estando incluso si él supiera que existo. La normativa de la empresa es bastante clara en ese aspecto: están prohibidas las relaciones íntimas entre empleados, al menos en horario laboral. Esta norma tan a la antigua, en realidad es de reciente aplicación. Se propuso el año pasado, cuando el señor Arnold Hawkes encontró a Sarah haciéndole una felación a Martie en el archivo.

El pobre hombre, que es ni más ni menos que el dueño de la empresa, salió de allí con la cara tan roja que todos pensamos que le estaba dando un infarto. Sin embargo, tomó una bocanada de aire, convocó una reunión y estuvo gritando durante veintisiete minutos exactos. Los conté porque, como no tuve valor para mirarle a la cara, me pasé todo el tiempo mirando cómo el minutero se arrastraba a través del reloj.

CatfishWhere stories live. Discover now