CAPÍTULO 25

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Manejé con la rabia y frustración corriendo por mis venas, envenenando todo a su paso. Necesitaba una amiga en este momento, por lo que tomé la decisión de ir a donde Laia. Ella conocía toda mi historia con Eliot y comprendería por qué lo odio tanto en este momento.

«Del odio al amor, solo hay un paso», pensé.

Jamás he creído en ese dicho porque no concebía cómo alguien que ama tanto puede brincar al odio drásticamente. Tal vez la desilusión infecta tanto el corazón que se le desea a la otra persona el mal para que experimente el mismo dolor. O el amor es odio en realidad, solo que está tranquilizado por la lujuria.

Tan pronto llegué a Dover, registré mi auto y subí al ferri. Si algo tenía en común con Eliot era que me gustaban los viajes largos. El paisaje siempre me tranquilizaba y hacía que todo se viera fácil.

—¡Basta de pensar en él! —me amonesté. Aunque iba ser muy difícil no hacerlo.

Como lo dije al principio, ya como Iniciada, Eliot se había convertido en mi todo. No podía pensar en un momento de esta vida en donde él no estuviera presente física o espiritualmente.

Tal vez ahí estaba la solución: pensar en mi vida sin él... En mi vida como humana.

Miré al canal. Han pasado décadas, pero me sentí como cuando viajé con mis padres por primera vez a Francia. Agradecí que llegara a mí sin dificultad el recuerdo de mi padre prometiéndome que nada iba a suceder al navegar por el canal.

De niña tenía fobia al mar. Esa vez mi padre logró tranquilizarme diciéndome que, si soportaba ese viaje, entonces, me llevaría a Euro Disney como premio. A esa edad ya sabía que era un fantasioso soborno, pero no podía perder la oportunidad de conocer a mi Princesa favorita.

Mi madre me dijo muy orgullosa que era una niña muy valiente.

«Aún lo soy», me recordé.

Sujeté el barandal con delicadeza y perdí la mirada en el horizonte del mar. Su arrullador sonido, que parecía tocar el tema de la película de esa Princesa, logró calmarme mágicamente.

El ferri comenzó a desplazarse para salir del muelle.

—Hermosa vista, ¿no? —me preguntó un hombre alto y muy delgado, de desaliñado cabello oscuro, con ojos cafés claros que eran enmarcados por grandes y rizadas pestañas; toda su ropa era de color negro, que hacía que su piel rosada pálida sobresaliera más.

Le reconocí de inmediato.

—Bernard —dije como si nada.

—¿Me conoces? —Asentí, y él se mostró curioso—. ¿De dónde?

—De la caza por el Oculto en la catedral de Saint Paul.

—¡Oh! Fuiste uno de los Iniciados que lo contuvieron.

Volví a asentir.

—¿Cuál es tu nombre?

—Audrey Bennett.

—¿Es ese tu nombre verdadero?

—No, es Callie Elton. —Hacía tantos años que no usaba ese nombre que ahora me sonaba ajeno—. Pero prefiero que me llames Audrey.

Bernard dibujó una sonrisa rara en respuesta.

—¿Quién es tu Protector?

«No tengo uno», fue lo que se me ocurrió decir como respuesta, pero no pude hacerlo. Sentí que sería negarme a mí misma.

—Eliot Bingley —respondí desinteresada. Bernard me hizo gestos de que quería el nombre verdadero—. George Boleyn.

—¡Rochford! —exclamó con la misma sorpresa de todos cuando escuchaban la identidad real de Eliot. Luego sonrió a medias, pero después algo le extrañó. Yo sabía qué: ¿Por qué estaba una Iniciada aquí sin su Protector a los alrededores?

El Recolector: Fuera de la vidaWhere stories live. Discover now