10. Falsas promesas

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Carlos no había dormido casi nada durante esa noche. Había llegado a su casa a las dos de la mañana, y a las seis ya debía levantarse. No recordaba haber soñado nada tampoco; posiblemente no había tenido tiempo ni para soñar.

Su hermano esta vez sí le había preguntado la razón por la cuál estaba faltando a la escuela e iba a ese arroyo tan seguido. Sin saber qué decirle, Carlos le había prometido que en otro momento le explicaría todo, pero que de momento no podría contarle nada. Aparentemente, lo que le dijo había sido lo suficientemente convincente como para que Felipe se dejara de hacer preguntas y se marchase.

Carlos llegó a la casa de la anciana alrededor de las ocho y media de la mañana. Ella lo estaba esperando sentada en un sillón en el patio. Carlos pensó que Gladis se veía incluso mejor que el día interior, y que hasta parecía un par de años más joven. “Se debe estar curando de una enfermedad,” pensó.

Esta vez, la anciana lo llevó a una habitación oscura, aledaña a la sala de estar. Esa habitación era evidentemente el lugar donde ella hacía sus hechizos y pociones. Carlos pudo ver hierbas en diversos estantes, piedras, frascos y otros objetos que podrían tener utilidad para hacer magia. Había un gran caldero negro y, sobre una mesa, un libro antiguo.

Carlos pensó que seguramente ése era un libro de hechizos, también llamado libro de las sombras por algunos. Se  imaginó que semejante libro debía tener al menos quinientos años de antigüedad. “¿De dónde puede ser originario eso?”, se preguntó.

–¿Qué objeto has traído? –le preguntó la anciana, con curiosidad.

–Una media. Fue todo lo que pude conseguir –contestó Carlos, deseando haber podido traer algo mucho mejor

–¡Perfecto! –replicó la anciana–. Una media funciona de maravilla y nadie va a ponerse a preguntar cómo desapareció. Toma asiento –Carlos obedeció y se sentó en una banqueta frente al caldero, preguntándose qué más debería hacer–. Ahora –continuó la anciana–, voy a necesitar algo de vos para que el hechizo funcione.

–¿Qué? –preguntó Carlos, sintiéndose un poco nervioso. Algo en el tono de la anciana le hacía pensar que no le gustaría lo que ella iba a pedirle.

–Tu sangre.

Mariel y Gisela estaban en clase. Ese miércoles de mañana ninguna de las dos se podía concentrar en matemáticas. Gisela quería contarle a su amiga todo lo que había hablado con Ingrid, pero la profesora no toleraba ningún tipo de charla en clase, y la había mirado con cara muy fea cuando trató de hablar con Mariel.

Entonces, Gisela escribió una notita en un pequeño papel, y se lo pasó a su amiga cuando la profesora estaba mirando en otra dirección. La nota decía: “Esta tarde tenemos que vernos. Tengo algo importante que decirte.”

Mariel la leyó y le contestó, escribiendo en el mismo papel: “Ok. Pasa por casa a las cuatro.” Gisela le sonrió en respuesta y siguió haciendo el difícil ejercicio que le había tocado resolver.

Carlos miró a la vieja bruja, sus ojos irradiaban sorpresa, y él se preguntaba si la había escuchado bien. “¿Mi sangre dijo?”, se preguntó.

 –¿Qué? –le preguntó perplejo, requiriendo una explicación.

–Sí, escuchaste bien. Tu sangre. Pero no te preocupes, necesito tan sólo un par de gotas para el hechizo, nada más. Sos un lobizón, no demorarás nada en sanarte –le aseguró ella, sonriendo amablemente.

Lo que la anciana decía era cierto. Cualquier corte o lastimadura no le demoraba más de un día o a lo sumo dos en sanar. Su madre le había explicado que los hombres lobos regeneraban sus células con mucha mayor facilidad que el resto de la gente, lo cual era una gran ventaja para él.

Mi Luna CarmesíWhere stories live. Discover now