5. Ratatouille

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Lincoln tiene pocos lugares para salir y el problema principal era uno solo: todos se conocen. En mi tiempo en la ciudad había comprendido que ahora había más gente que nunca y que además no se conocían todos entre si como pensaba, pero si era una gran mayoría todavía. Me pregunté porqué no fui a vivir a Buenos Aires, que era tan parecida a Nueva York en ese sentido. En la ciudad del caos normalmente nadie reconocía a nadie, se ignoraba por completo a tu vecino y era muy probable que nunca tuvieras que pasar por una situación incómoda.

El lugar que había elegido el Julian de mi adolescencia era un bar bonito, que seguramente era una casa antigua que había remodelado. Lo había visto cuando pasaba una tarde y me había gustado, aunque no imaginaba para qué podía ir a un lugar como ese. Caminé con seguridad por la calle principal de la ciudad, sonriendo y sosteniendo la cinta de mi preciosa cartera de Louis Vuitton (por favor, ignoremos el hecho que era la última vez que iba a usarla porque costaba más que mi casa) hasta que sucedió lo peor. De la completa nada, sin previo aviso, sin ningún tipo de avistamiento anterior, un niño apareció con su mejor carita de maldad y gritó algo inentendible. Después, llegó el caos. El caos de mis gritos histéricos e insultos en ingles.



Les voy a contar algo que no saben de la preciosa ciudad de Lincoln y una razón por la que veraneaba en la costa Argentina. Hace unos años, fue declarada capital nacional del carnaval artesanal debido a la cantidad de años haciendo esta ceremonia preciosa. ¿Pueden escuchar mi sarcasmo? CARNAVAL. Esa época horrible en donde, misteriosamente, todo el mundo puede tirarte agua, globos de agua y espuma. Espuma. Todos salen enloquecidos a comprar esos malditos pomos con espuma y te la lanzan en cualquier momento, ignorando por completo si tenés ganas de vivir esa sensación. En la cara, en el cuerpo, en el pelo, en cualquier maldito lugar. ¿Lo peor? Están en todos lados, esperando atacarte y reírse de tu desgracia. ¿Lo aún peor? No podés decir nada, porque es tradición y los malditos niños criados por padres aún más malvados que ellos se ríen contigo esperando que hagas lo mismo. Cuándo quieres matarlos, asesinarlos y comerlos.

¿Ya expliqué que odio el carnaval? Me parece que no lo he dejado claro pero no tengo problemas de contar más cosas.

El nene se rio en mi cara, moviendo de un lado al otro su pomo de espuma dispuesto a lanzarme más. Yo era un desastre, mi maquillaje se había arruinado por completo y mi vestido tenia una mancha de espuma en todo el pecho.

—Voy a matarte, niño del demonio —exageré queriendo lucir totalmente amenazadora, pero él se rio en mi cara y señaló el lugar en donde vendían esas cosas del demonio.

—Él me mandó, me dio mucha plata para que te hiciera esto.

—¿Quien? —grité sin poder evitarlo, buscando en la multitud de gente al causante y lo vi. Mi Julian estaba al lado del vendedor de espuma y se moría de risa. ¡Se estaba cagando de risa de mí! Pensé en acercarme y borrar su existencia. Tal vez si usaba una goma podía borrar a ese idiota y mi vida iba a estar solucionada. Aunque dudaba que todo eso funcionara de ese modo, él era feliz volviendome loca. Le gustaba, lo podía ver en su cara.

Escuché una nueva risa, aunque una más madura y agradable que las anteriores. Mi cuerpo sufrió un pequeño escalofrío al escuchar esa maldita voz que no había cambiado en nada, salvo un poco la madurez. Levanté la mirada y me encontré cara a cara con el chico de mis sueños de adolescencia. Le había dedicado tantas horas de mi vida cuando era pequeña, le había cantado canciones de Rebelde Way, cartas secretas y hasta un poema. Pero en cambio no había conseguido su amor de ninguna manera y era una locura que en ese momento estuviera viviendo eso. Necesitaba comerle la boca y gritarlo a los cuatro vientos. O más, pero con un beso me conformaba.

El karma de Shirley [YA EN LIBRERIAS]Where stories live. Discover now