6 [La vieja amiga]

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La cabeza se me parte en un millón de pedacitos

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La cabeza se me parte en un millón de pedacitos. Cada paso que doy me repercute en el cerebro con un «bum, bum» atronador, destructivo. Tengo ganas de vomitar y, para colmo, los mensajes de Flo no ayudan en nada como consuelo. Solo me revuelven más el estómago. La rubia me regaña como si fuera mi madre —y con razón—. No puede creer que me haya puesto a ver series y a beber cuando le dije que me acostaría a dormir porque estaba muy cansada. Menciona que soy un peligro por no tenerla a mi lado y me entran unas ganas incontrolables de llorar.

Lo más extraño, y lo que más me perturba, es que sí recuerdo haberlo hecho... 

Aunque tengo leves recuerdos de haberme puesto con la computadora en el living de mi tía, sigo sin recordar por qué quise hacer algo así, todo es tan dudoso. ¡Es desesperante! Si me dijeran que alguien me drogó, soy capaz de creérmelo. No le encuentro lógica a mis acciones más allá de ser la estúpida más grande del universo. Es decir... ¿cómo es que llegué a beber tanto con lo cansada que estaba?

A pesar de ser sábado y un horario relativamente temprano, el pueblo parece estar muy despierto. Me detengo frente a la puerta de la farmacia, ya que una mujer está a punto de salir. Le sostengo la puerta con mi mano para que pase y así no chocarnos: quiero concentrarme en cualquier otra cosa que no sean mis problemas o los mensajes de Flo que siguen llegando con insistencia a mi teléfono .

Dios... cómo me duele la cabeza.

—¿Rain? —susurra una suave voz desconocida—. ¿Rain Cooper?

La rubia de la puerta me mira a los ojos y yo me quedo perpleja. 

No. 

¡No es cierto! 

Se me hace imposible no reconocer esos ojos azules tan dulces. Sin darme cuenta, suelto la puerta y llevo las manos a mi boca. Ella suelta una risita por mi reacción mientras la puerta se cierra. Ambas nos quedamos paradas, yo como una tonta, frente a la farmacia.

—¿Winnie? —pregunto aunque ya sé la respuesta—. ¿Winifred Lane?

Mi mente se ve invadida por dos pensamientos que captan mi entera atención: uno, y el más estúpido, ¿por qué todos me reconocen demasiado rápido?; dos, Winnie está preciosa.

La imagen de la Winnie pequeña se superpone con la de la mujer que tengo frente a mí. Con una sonrisa, recuerdo con bastante nostalgia nuestra niñez. Ella era una niña frágil, con aspecto algo bobalicón: usaba vestidos de muñeca, flequillo recto y anteojos redondos de marco delgadito. Su madre solía peinarla siempre con dos trencitas pequeñas y súper apretadas que le llegaban a duras penas a los hombros; por algún motivo, la mujer decía que la hacían resaltar su nariz respingada. Nos llevábamos muy bien y solíamos jugar juntas. Me veía con el deber moral de defenderla de Rebecca, ya que Winnie también era foco de su eterno bullying.

Durante la adolescencia mucho no cambió. Los vestidos de muñeca pasaron a ser vestidos de dama bastante anticuados, las trenzas se transformaron en una que caía sobre su hombro derecho y el flequillo le creció tanto que le tapaba los anteojos. Su voz, tan suave como todos sus modales, era algo que difícilmente notabas.

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