7 [La acechada]

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Si en algún momento alguien me decía que un domingo temprano tendría que hacer trabajos de fuerza en mi pueblo natal, nunca lo hubiera creído y, por si fuera poco, me hubieran salido unas cuantas carcajadas

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Si en algún momento alguien me decía que un domingo temprano tendría que hacer trabajos de fuerza en mi pueblo natal, nunca lo hubiera creído y, por si fuera poco, me hubieran salido unas cuantas carcajadas. Pero no, esa persona al final tendría razón.

Porque aquí estoy. Sentada en el pórtico de la casa de mi tía, viendo cómo llueve.

Suspiro con pesadez, sintiéndome tentada de volver a revisar el altillo en busca de un paraguas. Pero en las cajas que busqué, solo encontré ropa vieja y recuerdos dela juventud de mi tía. Lo único que conseguiría sería volver a toparme con la familia de murciélagos o tragarme una telaraña... otra vez.

—¡Ajjj! De nada sirvió levantarme, esta vez, antes de la alarma —digo para mí, resignada. Aunque, despertarme temprano no es mérito mío, sino de los truenos que me hicieron pegar un buen susto.

Hasta hace unos quince minutos me sentía muy feliz por haber hecho mis cosas con tiempo. Pude desayunar a gusto, cambiarme, ordenar un poco, incluso ¡puse ropa a lavar! Lo único que me faltaba para tener mi rutina de mañana perfecta fue el hecho de no poder salir a correr antes del desayuno, pero...

—No me queda de otra...—musito mientras tomo mi mochila que ya tengo lista a mi lado y con una muda seca de ropa dentro—. Tendré que mojarme.

«Ahora sí tendré mi salida para correr...», pienso de manera sarcástica.

Me coloco mi mochila por debajo de una chaqueta de tela vaquera —el abrigo más grueso conseguí entre mis cosas— y la abrazo lo más que puedo. A pesar de ser de una tela dura, no es impermeable, así que tengo que hacer malabares para que no se me moje todo lo que llevo dentro. 

—Maldición... quiero mi coche —gimoteo a punto de comenzar un berrinche. 

Creo que ya perdí la cuenta de todas las veces que me ya me arrepentí por dejarle mi auto a Flo.

Me paro en el escalón más cercano al suelo, y la lluvia no espera. Pronto, comienza a mojar mis borceguíes sin piedad: es ahora o nunca. Comienzo a trotar por el medio de la calles, despacio, pero sin perder el tiempo. Me apresuro poco a poco, pero mis intentos para mojarme lo menos posible son nulos. En menos de quinientos metros ya me chorrea agua hasta de los calzones. No tuve en cuenta de que no tendría ni un escaparate para protegerme de la lluvia como suelo hacer los días de tormenta en la ciudad y me he olvidado mi paraguas. Sin embargo, aquí, lo único bueno de la lluvia es que los vejestorios no están afuera, cotilleando como cuervos al acecho. 

Abro una nota mental de pasar, en cuanto salga del trabajo, por la boutique del centro del pueblo y comprar un paraguas.

Continúo con mi trote por la calle principal mientras, frente a mí, el único vehículo que hay en las cercanías hace sonar la bocina. Luego de soltar un improperio mental, me arrimo lo más que puedo al borde de la calle y sigo. La bocina vuelve a sonar y los faros me iluminan tras hacer un juego de luces. Cierro mis ojos con fuerza: no veo nada. Cuando me recupero de mi ceguera momentánea, veo que la camioneta está muy cerca de mí. Mi instinto citadino me dice que corra y que soy una demente por detenerme por haber sido alumbrada como un tipo que está en un interrogatorio del FBI —maldición, debo de dejar de juntarme con Flor—; no obstante, pronto reconozco el modelo y quién lo maneja.

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