15 [La invitada]

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Observo a Winnie llegar. Viste un delicado vestido blanco de mangas largas transparentadas y tiene florecillas bordadas en rosa pastel en el pecho y la falda. Además, lleva puestas unas sandalias a juego de taco bajo y elegantes. A cada paso que da, exuda una delicadeza angelical que parece propia de una princesa criada en los mejores palacios. 

La recibe un mozo vestido de etiqueta y la guía hasta nuestra mesa. Me siento extraña en este lugar; había olvidado cómo era y no estoy acorde. 

Maldición... debí arreglarme un poco mejor.

—La... lamento la tardanza —se disculpa mientras se coloca un mechón de cabello rubio blanquecino tras la oreja—. Antes de salir, recibí una llamada de una de mis compañeras del kínder —explica—, y no podía decirle que no. Está pasando un mal momento, y... y... —Me mira a los ojos entretanto se acomoda las gafas—. Lo siento, no debe interesarte nada de lo que estoy contando. Disculpa.

No puedo evitar reírme por su frescura e inocencia; a leguas se ve que está nerviosa, se frota las manos con insistencia. Pareciera que no tiene ni idea de cómo actuar frente a mí.

—Tranquila, llegué hace diez minutos —miento; pero no creo que sea buena idea decirle que fueron veinticinco—. Y nadie me echó por venir despeinada —bromeo mientras señalo mi nudo desordenado—, así que no creo que haya sido una mala espera.

Winifred me sonríe con timidez y me percato de la delicada capa de maquillaje que trae; yo apenas tapé mis ojeras y me puse algo de labial. Ella asiente y pronto retoma su explicación; me cuenta con lujos de detalles que su compañera, quien vive en el pueblo vecino, le pidió que se encargara de sus alumnos, mañana a primera hora, porque llegaría tarde a causa de unos trámites legales y que eso la atrasó porque tuvo que ir a fotocopiar el doble de unos dibujos para que los niños coloreen.

Pronto, el mozo se acerca para anotar nuestro pedido y ordenamos la especialidad de la casa, la que era mi merienda soñada de niña: unas masitas rellenas de chocolate, espolvoreadas con azúcar, y dos tazas de té. No puedo dejar de notar que el hombre me mira con displicencia. No sé si es porque no me reconoce y piensa que soy una turista aprovechada de la amable Winifred Lane o porque mi apariencia no es la mejor para un restaurante como en el que estamos ya que luzco unos vaqueros negros, con varios agujeros deshilachados que muestran más piel de la normal, lo cual es algo inadmisible en una adulta para un pueblo así de anticuado —y eso que son unos pantalones relativamente nuevos ya que los compré así y me salieron tres ojos y un riñón—, una camiseta blanca de tirantes y zapatillas de tela estilo Vans.

Con el entrecejo fruncido, me arrebujo en mi jersey de lanilla rojo y coloco mis manos debajo de mis muslos mientras observo que el tipo se marcha. Hayden tenía razón, el restaurante es mucho más grande a cómo lo recordaba, casi el doble. Las paredes siguen teñidas de un cálido e impoluto beige perlado, mientras que óleos de maravillosas de obras de artes que representan nuestra geografía local salpican las paredes. No obstante, la visual se la lleva la enorme araña de cristal que pende del techo e ilumina cada rincón con sus focos iridiscentes e hipnóticos. Bajo ella, hay una pista de baile pequeña e íntima donde mis abuelos decían que se celebraban eventos de la elite de la zona. El resto, son mesas idénticas de una madera caoba oscura. Hay una treintena por todo el lugar, sin embargo, nosotras estamos apartadas en unas exclusivas para la zona de la cafetería, cerca de un aparador de cosas de pastelería que, cuando yo vivía aquí, no estaba. El aire que se aspira es delicioso e incluso el aroma de la comida tiene un no sé qué refinado y elegante que me resulta perturbador y adictivo en partes iguales.

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