Capítulo 4: La clase de spinning y una cita

905 59 29
                                    

Lo primero que vi al levantarme fue la respuesta de Octavio. No había escrito, sino que me había mandado un vídeo. Mi corazón dio un vuelco y mi ansiedad subió por las nubes. Tuve que tirar de auténtica valentía para darle al play.

«Hola conejita», empezó el vídeo con una sonrisa triste. Estaba guapísimo con una sencilla camiseta blanca de manga corta. «Si no quieres estar conmigo, lo entiendo. Solo querría pedirte una cosa, que quedemos y me des la oportunidad de explicarme. No sabes lo que me duele estar sin ti. Al levantarme alargo la mano y no estás a mi lado. Y me duele».

A mí también me dolió escucharle decir esas palabras. «Aunque tu quieras estar separada por el momento, que sepas que te esperaré lo que haga falta. Te quiero, conejita».

El vídeo acababa ahí. Lancé el móvil contra la cama y lloré. Una mezcolanza de emociones me arrasó. Estaba triste, rota, enfadada y a la par humillada. No podía dejar de quererle a pesar de saber que era una máquina. No se podía ser más tonta que yo.

Decidí que no iría a la tienda de mis padres. Seguí ignorando sus mensajes y llamadas. Saqué una bolsa de patatas fritas y me pasé el día frente a la televisión. Solo cuando llegó la tarde me puse en marcha. Estaría hecha un caos emocional, pero al menos intentaría tratar bien a mi cuerpo. Me puse el chándal y me fui a mi clase de spinning. El gimnasio estaba a solo cinco minutos.

Por el camino me di cuenta de que iba sin duchar, sin peinar y que probablemente olía a patatas fritas. Tampoco pensé que fuese relevante, luego me ducharía y la profesora ni se fijaría. La que daba la clase, Paola, era una veinteañera en plena forma que gritaba que daba gusto. Era única motivando y siempre me hacía dar lo mejor de mí. Aguantaba mucho más que con la bici estática de mi casa, dónde llevaba un ritmo suave o me aburría con facilidad.

El gimnasio me recibió con sus grandes cristaleras y la gente que hacía deporte de cara a fuera. No entendía cómo preferían ponerse en las cintas de correr que daban al exterior. ¡Todo el mundo te podía ver!

Entré, saludé a la recepcionista y pasé los tornos con mi tarjeta de socia. Dejé la mochila en las taquillas y llegué a la clase. La mayoría de bicis estaban ya cogidas así que me tocó ponerme en primera fila. Los gritos de Paola me llegarían con más eficacia, aunque puede que alguna de sus babas también. Era de las que escupía al hablar por la intensidad con la que lo hacía.

Un minuto, dos, tres. Paola no aparecía y los cuchicheos fueron tomando la sala. Era raro que la profesora no estuviese incluso antes que los demás.

—¡Buenas tardes! Soy Gael —nos sobresaltó una voz masculina.

Nos giramos y vimos a un joven en pantalones reveladoramente cortos y camiseta naranja fosforito. Fue directo a la bicicleta de la profesora y ajustó el sillín. Puso su portátil al lado y lo conectó. Llevaba un corte de pelo desigual y le caía un mechón por le rostro. Se sopló el flequillo para vernos mejor.

—Mi hermana Paola está enferma, así que me ha pedido que venga yo. Hace unos cuantos años que no me dedico a dar clases, así que perdonadme si estoy un poco oxidado.

—No pareces oxidado —dijo una más atrás con picardía.

—Sigo haciendo deporte. Eso es lo importante —cortó él—. Vamos a empezar, que vamos con retraso y como Paola se entere me cruje, ¿a que sí?

Nos reímos porque era verdad. Paola era muy puntual y un tanto temperamental.

—Empezamos —dijo y se puso a pedalear. A la vez tecleó en su portátil y una música electrónica inundó la sala.

Todos le imitamos. Fui consciente de mi pelo sin lavar y de mi olor a patatas fritas. Por suerte el profesor miraba en general y no se detenía en ningún participante de forma particular. Parecía más atento a dar la clase que a otra cosa.

Mi marido es un robot [COMPLETA] +18Donde viven las historias. Descúbrelo ahora