Capítulo 4

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Salvatore y yo nos sentamos en una de las bancas del parque, a examinar los inocentes transeúntes que pasaban por ahí. Cada uno era un potencial objetivo.

—¿Ves a esa morena de ahí? —preguntó Salvatore—. Te apuesto que le doy mientras me termino mi helado.

—Quiero verte intentándolo —reí.

Con una mano, la más reciente víctima de mis triquiñuelas acomodó su arco, mientras con la otra, y sin soltar su helado de fresa, preparó el proyectil. Quiso fingir que no le costaba demasiado trabajo hacer ambas cosas a la vez, fracasando del modo más cómico posible.

Fingí estar distraído, mientras soplaba suavemente mi café. A medida que el aire abandonaba mis labios y se alejaba, su potencia iba en aumento. Para cuando alcanzó a Salvatore, él lo sintió como una brisa de aire fresco capaz de desordenar su largo cabello, que cubrió sus ojos. La repentina incomodidad hizo sacudir su cabeza, y de paso, el movimiento tiró la bola de helado que sostenía, la cual convenientemente fue a caer en sus pantalones.

—Te noto un poco complicado —comenté.

—¡Ay! ¡No puede ser! —exclamó.

Le ofrecí mi servilleta, y mientras él se limpiaba, escogí mi víctima.

—¿Qué tal ese sujeto que va caminando por la acera del frente? —pregunté—. Apuesto a que lo puedo unir con la chica que trabaja en la tienda de chocolates.

Salvadore tardó un poco dar con ambos blancos. El muchacho en cuestión estaba a unos diez minutos de pasar por fuera del comercio en cuestión, el cual se encontraba repleto de gente, por remanentes del San Valentín recién pasado. El mesón no estaba cerca de la entrada, por lo que era casi imposible que esos dos se cruzaran.

—Yo veo que hay una gran vitrina entre ellos dos —señaló mi acompañante.

Sí, bueno, el vidrio igual era un obstáculo considerable.

—Y lo haré antes de terminarme mi café —agregué.

Acto seguido, estiré tres de mis dedos y doblé los demás, para imitar la forma de una pistola. Hice el gesto técnico de un disparo, y de un momento a otro, una flecha, que solo podía ser vista por mí y mi aventajado compañero, cruzó la calle.

El inocente transeúnte ni siquiera sintió el momento en que tal objeto divino impactó su costado, siguió su camino tranquilamente.

Todo ocurrió con tanta sincronía, como si un maestro de orquesta lo estuviera dirigiendo, lo que en absoluto podía vincularse a mi dedo índice moviéndose de un lado a otro, como si estuviera marcando el ritmo de una melodía.

Un despistado cliente abandonó la chocolatería, y cruzó la calle. Pocos segundos después la puerta de la tienda volvió a abrirse, y la vendedora salió a toda prisa, con un paquete en su mano. Distraída del camino, apenas sí logró abandonar el negocio, cuando chocó con un extraño que caminaba por ahí.

Cupido por siempre [#3]Where stories live. Discover now