Capítulo 11.

134 8 3
                                    

Esto sí que era vida; había encontrado sales de baño en unos cajones y ahora estaba metida hasta el cuello entre agua calentita y espuma, con la música sonando.

Ya tenía los ojos cerrados y me estaba venciendo el sueño cuando oí como se abría la puerta y uno pasos se adentraban el cuarto. Intenté ver algo por la rendija de la puerta del baño, que no estaba del todo cerrada, pero fue en vano. Lo más sigilosamente posible, salí y me envolví en una toalla que me llegaba un poco menos que a mitad de muslo, pero no me preocupé por ello. Cogí el sheriz, que se iluminó suavemente y me escondí tras la puerta.

No pude ver más que una figura masculina, alta y delgada, ya que había cerrado las cortinas y la luz era escasa. La figura andaba por mi cuarto con total naturalidad, pero buscaba algo. Miro en cajones, en el armario, y finalmente se acercó a la estantería; parecía buscar un libro. Pensé que era el momento de salir. Cautelosamente, me deslicé en la penumbra y me acerqué con cuidado por su detrás suyo.

-Regla número uno: no te expongas así al enemigo -con un rápido movimiento arrancó el sheriz de mis manos y me inmovilizó contra la estantería. Por fin pude ver su cara: el chico de los ojos verdes.

-¿Quién eres, y qué quieres? -eché un vistazo a mi sheriz, que palpitaba con su luz rojiza en el suelo, y barajé las posibilidades de ir a cogerlo.

-Antes de que hagas un intento fallido de ir a por tu sheriz y atacarme con él, soy Alan -dejó de ejercer fuerza sobre mi cuello y se separó de mí, dejando entre nosotros un extraño reguero de luz- y soy tu entrenador.

Me quedé estupefacta. ¿Él? Este imbécil prepotente ¿iba a ser mi entrenador personal? Ni de broma.

-¿A qué esperas? He venido a buscarte para la primera clase.

-Tengo que cambiarme. -señalé la toalla que me cubría.

-En 10 minutos en el gimnasio. En el armario hay ropa adecuada; ponte los pantalones negros, aunque es una pena porque taparán esas piernas de infarto que tienes.

Una vez dicho esto desapareció por la puerta. Rápidamente me cambié, poniéndome unos pantalones negros ajustados, una camiseta negra de tirantes y una cazadora que aunque pareciese de cuero, era tan cómoda como una sudadera.

Alan me esperaba en el gimnasio, apoyado en las espalderas mirando al infinito.

-Bueno, ¿qué? -me planté a un par de metros de él.

-Quiero que subas y bajes las gradas corriendo 50 veces.

-¿Qué es esto? ¿Una clase de gimnasia?

-Calla y corre.

Desafiante, me recogí el pelo y emprendí la carrera a toda velocidad; me arrepentí a la tercera vez que subía los escalones.

-¡Regla número dos! -gritó desde abajo- ¡Comienza la carrera con poco ritmo y ve aumentando!

Tensé la mandíbula y seguí corriendo.

No sé cuantas veces había bajado y subido, pero llegó un momento, no sé si fue por la pena que debía de dar o porque ya había llegado a 50, que Alan me mandó parar.

-Ten cuidado rubita, esto no ha hecho más que empezar.

CHRISTIAN.

Desde las sombras del gimnasio, pude ver todo. Pude ver cómo Maya miraba con odio a Alan y cómo él la miraba divertido. Pude ver, más bien oler, cómo su olor a vainilla permanecía fuerte a pesar de que las perlas de sudor comenzaban a cubrir su frente. Y pude ver un hilo de luz que les unía. Y en el momento en el que me di cuenta de lo que eso significaba, sentí tal dolor en el corazón que se me cortó hasta las respiración. ¿Qué significaba aquello? ¿Por qué me sentía así? Nunca antes me había pasado.

Recobré la compostura y entre por la puerta del gimnasio en el momento en el que Alan desarmaba a Maya y la inmovilizaba con una rápida llave. El silencio fue sepulcral y la línea de luz aumentó cegadoramente, aunque no tanto como el dolor.

MAYA.

No me encontraba con fuerzas para sacudirme a Alan de encima, así que suspiré y relajé los músculos.

-¿Te rindes?

Una carcajada hizo que los dos nos pusiéramos en tensión. Sentí como Alan apoyaba todo su peso en mí, cortándome la respiraci...un momento. Alan se había levantado y caminaba hacia Christian. Ah, claro, la angustia que me cae como piano de cola cada vez que estoy en una habitación con él, se me olvidaba.

Me deshice la coleta y me sacudí el pelo. Para cuando levanté la mirada, Christian me miraba firmemente; sus ojos negros me succionaron. Había algo en él que me asustaba.

Intenté mirar más allá de él, más allá de su mandíbula cuadrada y su nariz ligeramente torcida. Más allá de ese pequeño hoyuelo que le salía cada vez que reía a carcajadas (sí, me había fijado). Más allá de su pelo negro, recién cortado; aunque aún tenía ese imperceptible tic de cuando lo llevaba más largo. Más allá de toda aquella imagen que me dejaba sin aliento, estaba su alma. Era negra. Negra como el carbón. Estaba podrida. De repente, percibí algo. Antes de llegar a saber qué era, perdí la consciencia.

Cazadores de conciencias.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora