Erase una vez un hombre de cálida y fina arena. Un ser que rehusaba todo tipo de contacto con el agua, porque le dañaba, le transformaba. Algunas personas llegaban a su vida como pequeñas montañas, otras como lluvia salada; esa lluvia que tan fácilmente le mataba.
Pero entonces ocurrió un milagro, algo que no esperaba que aconteciese. Una niña fue a dar un paseo por la playa. Se agachó con su cubo rojo, y de una palada se llevó el corazón de aquél hombre que se camuflaba sin pretenderlo, que estaba en todos sitios y no estaba en ningún lado. Y aquella niña, de despreocupada mirada e inocente palabra, se llevó también un trozo de su alma.
Lo utilizó como diversión. Lo que empezó como una pequeña casa terminó siendo una gran mansión, aunque para ello usó agua. Mucha, demasiada. Más de la que él, obviamente, podía soportar. Pero... ¿sabéis qué? La sonrisa de aquella chiquilla de ceño fruncido por su concentración merecía aguantar aquello. Era fundamental para él. Total, su corazón tampoco le importaba tanto, y su alma... digamos que ya la buscaría dentro de un rato.
Las sorpresas no acababan ahí, pues por todos es sabido la incesante crueldad humana. Cuando tenía medio terminada su construcción, pasaron dos niños corriendo, salpicando arena allá donde iban. No resistieron el impulso de dar un golpe ''sin querer'' a aquella pequeña obra, entre risas maliciosas. La niña lloró, pero no fue la única. Ella lloraba por ver destruido su esfuerzo, el progreso a través del tiempo. Él lloraba porqué, por una vez, se sentía bien por estar en unas manos delicadas.
Ahogó un llanto tras su áspera mirada, porque tal como os he dicho, cualquier contacto con el agua acababa con su existir. Aquella niña se secó los ojos sin más preocupación, y se giró en busca de más arena: para ella era así de sencillo. Para él... era imposible encontrar alguien que jugase con tanto cariño.
