Vacaciones

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Desde que su hermano se había alistado en el ejército, nunca le había fallado en el aeropuerto el día de su llegada tras una misión fuera de Barcelona. Y hoy no iba a ser la excepción.

Raoul pedaleaba a toda prisa por la carretera —había decidido un par de manzanas atrás que el carril-bici era demasiado lento— intentando no perder el control de su bicicleta. Se escurrió entre dos coches, saltándose un semáforo que acababa de ponerse en rojo y cobrándose un par de pitidos merecidos de conductores enfadados. No habían sido los primeros de esa mañana.

Esa puta mañana en la que se había quedado dormido.

La noche anterior había trabajado y, como de costumbre, se había quedado a dormir en casa de su primo Sam después de terminar su turno. Vivía a tan sólo cinco minutos de la discoteca de la que era camarero, lo cual era una opción mucho más apetitosa que los casi 40 minutos que tardaba en llegar hasta su casa.

No contaba con que el cansancio de la jornada nocturna iba a provocar que se le olvidara poner el despertador. Y lo que es peor: dejar el móvil en silencio. Cuando se despertó, por culpa de la luz que entraba por la rendija de la ventana, se encontró con una docena de llamadas perdidas y un reloj que marcaba una hora que no correspondía con la que él esperaba ver al entreabrir los ojos, no acostumbrados todavía a la luz e hinchados por el cansancio.

Mecagoenlaputa.

Así que ahí estaba, derrapando entre vehículos y algún que otro viandante, a punto de partirse la crisma contra el asfalto unas cuantas veces.

Álvaro aterrizaba a las once en El Prat, lo que le daba un margen de unos veinte minutos hasta que su hermano mayor llegara a la puerta de llegadas donde le esperaba siempre con sus padres, junto a las demás familias que acudían a recibir al resto de compañeros. Pero eran las diez y media y Raoul ni si quiera había llegado a su casa aún.

Giró una última curva y entró, por fin, en su barrio. Caras conocidas le miraban de reojo mientras se dejaba los pulmones empujando la bicicleta, conduciendo imprudentemente y ganándose futuras reprimendas cuando sus vecinos explicaran a sus padres lo que habían visto hacer al niño. El fin justifica los medios, se encogió de hombros, sin tiempo para replantearse todas las normas de circulación que estaba quebrantando a cada pedalada que daba.

Por fin, llegó a su casa. Se le cayeron las llaves un par de veces al suelo antes de conseguir abrir el porche —joder tío, céntrate— y echó a correr hacia dentro, arrojando la bicicleta al suelo, en un sonoro golpe, sin ningún miramiento. Al menos no sonaba a roto.

Cogió las llaves de su coche, al que prefería llamar desgracia con ruedas, y salió pitando de allí, siguiendo la racha de kamikaze que había comenzado casi una hora atrás.

Aprovechó para mirar la hora en el primer semáforo en rojo que le pilló. Tenía diez minutos para hacer un trayecto que solía tardar media hora en recorrer. Marcó el número de su madre y puso la llamada en altavoz, tirando el móvil sobre el asiento de copiloto justo cuando la luz cambió a verde.

- Bendito niño, ¿dónde estás?

- De camino mamá, o al menos intentándolo —aceleró para saltarse un ámbar—. ¿Sabéis algo del vuelo?

- Aterrizan con diez minutos de retraso. Nos han dicho que sobre y cuarto estarán con nosotros.

- De puta madre... —esa boca, masculló su madre—. Creo que llego. Justo, pero llego —y colgó. No podía correr el riesgo de que le preguntara por dónde iba y calculasen el tiempo que había tardado en llegar: las cuentas no iban a cuadrar y la bronca estaría asegurada.

EpistolarTempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang