Dos caras de una misma moneda

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Supo que haberse ahorrado el walk of shame de la mañana siguiente no le compensó cuando se despierta el sábado casi a mediodía, sudando y dolorido en músculos que no sabía que existían en su cuerpo hasta ese momento. Raoul se llevó ambas manos a la cara y comenzó a frotarse los ojos intensamente en un gesto de puro desquiciamiento, intentando borrar las imágenes de la noche anterior que, si cerraba los ojos, podía ver como se repetían una y otra vez. Como si estuviera sentado en el cine y la película del día fuera "Una serie de catastróficas desdichas".

Todavía sentía el fantasma del peso de Agoney sobre su cuerpo. Durante el poco tiempo que había dormido, entre cabezada y cabezada, había soñado que todavía existía la mínima posibilidad de que sus decisiones de anoche hubieran sido parte de una pesadilla de la que no recordaba haber despertado y aún seguía en una cama ajena. Y acompañado. Además, el olor de Agoney había decidido no abandonar sus fosas nasales, conquistando hasta el último recoveco, lo cual no había ayudado a mejorar la situación.

No sabía qué le dolía más, si el cuerpo o la cabeza de tanto pensar, de darle vueltas a lo mismo una y otra vez, entrando en un bucle de por qué hice esto y no lo otro imposible de frenar.

Le había dicho que no se fuera, por el amor de dios. Y él había prometido no hacerlo. Se había marchado dejando a Agoney dormido con la tranquilidad de que al día siguiente no despertaría solo.

O quizás sus palabras eran simple protocolo y le daba exactamente igual, susurró el diablillo que se sentaba en su hombro izquierdo —y que últimamente no callaba ni debajo del agua— en su oído.

Aún tumbado en la cama, comenzó a escuchar jaleo en la planta inferior. La puerta de entrada se cerró con firmeza, y de repente Raoul recordó. Se giró hacia la mesita de noche que tenía junto a la cama y miró la hora en su móvil: dos de la tarde recién pasadas, horario en el que solían aparecer los compañeros de Álvaro.

- Eh... No. ¿No? —el ruido se acentuó y escuchó perfectamente las voces, la de Agoney sobresaliendo por encima de las demás—. Nononononononono...

Sin parar de negar dios sabe qué, Raoul se vistió a la velocidad de la luz. No quiso arriesgarse a ir al baño, así que, sin tiempo para asearse, agarró una mochila, metió en ella un par de cosas imprescindibles y se aventuró a la ventana.

Desde muy pequeño, a su hermano le había encantado sentarse en la repisa de la ventana de su cuarto. Sin embargo, a él siempre le había dado mucho respeto, llegando al punto de obligar a sus padres a ponerle unas rejas —que hoy agradecía con todo su ser que ya no estuvieran— cuando era un niño. No vivía en una casa especialmente grande: una pequeña vivienda de dos plantas con porche delantero que formaba parte de una urbanización casi a las afueras de la ciudad, no muy lejos de la costa.

La distancia entre su ventana y el suelo no era tan alta como la recordaba, rescatando de su memoria aquellas veces que, cuando eran críos, Álvaro había fingido intentar tirarle por la ventana —siempre agarrándole con fuerza, siendo consciente desde muy pequeño de que su hermanito menor era lo más importante de su mundo— para conseguir enrabiar a Raoul tras haberle roto algún juego de la PlayStation 1. Eso no quitaba que siguiera dándole vértigo.

Se sentó en la repisa y dejó colgando ambas piernas. Tensó los brazos a cada lado de su cuerpo para coger impulso y dejarse caer de pie, inclinándose hacia delante poco a poco. El sonido de alguien subiendo por las escaleras fue lo último que necesitó para terminar de coger confianza —cagarse en los pantalones— y lanzarse al vacío... O encima de un arbusto que amortiguó la caída y le dejó un par de arañazos en la espinilla, más bien.

EpistolarWhere stories live. Discover now