Aprender a abrir los ojos

3.4K 167 177
                                    

Llevaba dos noches seguidas sin dormir, plantado como un roble milenario a la vera de su hermano, cuando su padre le obligó a irse de allí "por las buenas o por las malas, que te va a dar algo".

Raoul se veía incapaz de quedarse solo con sus pensamientos en aquella casa vacía a la que su padre quería hacerle volver para pasar la noche. Con la promesa de que cogería su coche —aceptando las llaves con incredulidad, ya que nunca le dejaba conducir su vehículo— y que avisaría en cuanto llegase, salió de la habitación para buscar algún lugar donde refugiarse. No tenía intención alguna de abandonar el hospital.

En el fondo, entendía la profunda preocupación de sus padres. Su estado de ánimo, que sólo hacía empeorar, no rimaba con la situación que azotaba a la familia entera y la salud de Álvaro, que no cesaba de mejorar. Sabedor de su historial, cuando hacía apenas unos meses había sido una sombra de tristeza andante, Raoul intentaba mostrarse todo lo alegre que podía cada vez que el médico de su hermano salía de la sala con buenas noticias: la operación de pulmón ejecutada en Jordania había salido a pedir de boca y la recuperación estaba siendo espectacular. Sin embargo, mirar a Álvaro era ver a Agoney, y ver a Agoney era escuchar todos los gritos desgarradores que sonaban al unísono en el mundo hacer eco en el hueco que había quedado donde anteriormente había palpitado su corazón.

A pesar de estar rodeado de gente que le expresaba su apoyo continuamente, se sentía vacío y solo. Sobre todo después de haberse enterado a la mañana siguiente de que Agoney había vuelto a Tenerife con su familia sin despedirse. Aunque lo último que quería en ese momento era hablar con él, le fue imposible esquivar la daga que el destino le lanzó directa al pecho, pues sus prioridades no habían cambiado y su brújula corporal seguía señalando al canario como su único Norte indiscutible. Perderle era perderse a sí mismo, y se sentía más náufrago que nunca.

Tras estar un buen rato deambulando sin rumbo por los pasillos del edificio, encontró unas escaleras que subían hasta llegar a la azotea del hospital. La brisa veraniega le acarició el rostro en cuanto abrió la puerta que conducía al exterior, y decidió que la noche se presentaba lo suficientemente fresca como para pasarla allí sin inconvenientes. No sabía muy bien lo que estaba haciendo desde hacía semanas —a veces se sentía un poco peliculero—, pero poco le importaba ya darle un sentido a sus actos, dejándose llevar por lo que su mente poco descansada le ordenaba y esforzándose lo justo y necesario para sobrevivir hasta el día siguiente. Todo por Álvaro.

Se acercó a uno de los salientes del conducto de aire acondicionado y se sentó encima. Guardó las llaves del coche en su chaqueta, topándose con algo que no recordaba conservar. Sacó del bolsillo el cigarro que aún atesoraba y lo miró fijamente, como si aquel objeto inerte tuviera las respuestas que necesitaba.

- ¿Necesitas fuego?

Una voz le sobresaltó. Levantó la mirada y vio una silueta frente a él de cuya presencia no se había percatado al salir. Entre la oscuridad y el humo provocado por el propio cigarro que aquella persona se estaba fumando, Raoul no atisbaba a ver su rostro. Tampoco reconoció la voz.

- ¿Qué? —preguntó, aunque le había entendido perfectamente a la primera: en parte para ganar tiempo, en parte para animar a quien quiera que fuera a que se acercara más a él.

Aquella sombra difusa dio un par de pasos, dejando que su rostro fuera iluminado por la luz del único foco que había instalado en la azotea. No recordaba haber cruzado palabra con ella —de hecho, estuvo a punto de no reconocerla al verla vestida de calle y no con su uniforme habitual— pero apenas tardó un par de segundos en darse cuenta de que se trataba de la enfermera que normalmente atendía a su hermano.

EpistolarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora