Epílogo

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Las manillas del reloj parecían haber cogido carrerilla y no paraban de girar, a punto de descarrilarse en su camino hasta las dos en punto. Y su jefa no paraba de hablar.

No era cuestión de querer irse: al contrario, por primera vez en cuatro años —desde que cambió su rumbo universitario—, sabía que estaba en el lugar correcto y se moría de ganas de conseguir un buen contrato que le permitiera estar allí durante mucho, mucho tiempo. Estaba ilusionado, y no necesitaba consultar su brújula para asegurarse de que estaba siguiendo el camino exacto: navegaba viento en popa.

Su único problema era que aquel día, precisamente, tenía prisa, y aquella rubia con sobredosis de energía y zapatos con demasiada suela —para gusto de Raoul, a quien le sacaba ya un buen palmo de centímetros de por sí— había decidido que era el momento perfecto para realizar un último tour alrededor de las instalaciones para presentarle, uno a uno, a todos sus compañeros.

- Estos son los de la sección de deportes —señaló, con un movimiento seco de cabeza, a un par de hombres que charlaban tranquilamente mientras compartían un paquete de pipas. Se acercó a él, estrenando una complicidad que se ensancharía con el paso de los años, y bajó el tono de voz—. Entre tú y yo, son unos flojos y hacen demasiados chistes machistas para mi gusto, pero ser jefa tiene sus ventajas. Espera y verás —se giró de nuevo hacia ellos—. ¡OYE! ¡GUIX! Levanta el puto culo de la silla de Joe y vete a tu sitio, que me tenéis harta con la tontería de que hasta las nueve no podéis trabajar porque el fútbol empieza tarde.

Obedientes, demostrando un patrón de comportamiento adquirido a través de los múltiples rapapolvos que se habrían ganado por parte de aquella super-mujer con aires de eminencia, cada uno volvió a su tarea sin rechistar. Raoul disfrutó del espectáculo, pero no se vio con ganas de seguirle el rollo a la rubia, que volvía a la carga caminando a paso ligero para seguir mostrándole hasta el último rincón de la redacción. Una vez terminaron, con demasiadas caras y nombres en la cabeza que sería incapaz de recordar al día siguiente, la chica le acompañó hasta la recepción para despedirle.

- Me alegra mucho tenerte por aquí, Raoul. Tu expediente es magnífico, así que si en estos tres meses como becario demuestras que no eres sólo teoría y que también sabes desenvolverte en la práctica, nos encantará contar contigo durante una buena temporada —intentó no abalanzarse sobre ella para darle un abrazo, por aquello de mantener la compostura que tantas veces le había repetido su madre—. ¿Estás bien? Te noto más nervioso que cuando llegaste. ¿Ha sido por el espectáculo de deportes? Se lo merecen, créeme. Si estuviera en mi mano los echaba.

- No, no, para nada —le cortó, antes de que entrara en una nueva espiral de conversación y acabaran saliendo del edificio a las ocho de la tarde—. Es sólo que se acerca la hora de recoger a alguien en el aeropuerto a quien llevo mucho tiempo sin ver y me pongo un poco tenso —le confesó. Y no mentía, aunque el sudor frío que recorría sus manos de vez en cuando ante la perspectiva de lo que estaba por venir no compartía la misma raíz que aquella excusa—. Lo siento, sé que no debería interferir en el trabajo, no volverá a pasar.

Su jefa, contra todo pronóstico, se echó a reír ruidosamente. Raoul se preguntó cuántos cafés llevaría ya en el cuerpo. O si estaba al borde de la sobredosis de cafeína.

- Qué correcto que eres, joío —le zarandeó por los hombros—. Estoy deseando que te sueltes y me cojas confianza, porque creo que nos vamos a llevar de lujo. Anda y vete, nos vemos el próximo lunes.

EpistolarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora