Silencio

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Los domingos, normalmente, era incapaz de despertarse tarde. Para empezar, porque sus padres eran los primeros en madrugar y armar jaleo por la casa, desvelándole casi de inmediato. En segundo lugar, porque los nervios se apoderaban de él desde la noche anterior y la espera se le hacía eterna. Todo por la simple razón de que, desde hacía un mes y medio, los domingos eran el mejor día de la semana. Porque los domingos eran día de carta.

Eran las 9 de la mañana recién pasadas cuando saltó de la cama, espabilado como si hubiera dormido más de doce horas seguidas aunque apenas llevase un par de horas de sueño en el cuerpo. Sin ni si quiera pasar primero por el cuarto de baño, bajó las escaleras a toda prisa, esperando que sus padres estuvieran ya leyendo las noticias que mandaba su hermano desde Oriente Próximo.

El ambiente, sin embargo, no estaba muy animado.

- ¿Qué pasa? ¿Qué cuenta Álvaro?

- Nada, cariño. El buzón estaba vacío esta mañana.

A pesar de la sonrisa forzada que le ofreció, Raoul pudo ver la decepción de su madre en sus ojos. Sus ojeras se habían acentuado de manera repentina.

- Bueno, es temprano todavía, ¿no? Quizás dentro de un rato...

- La chica de Correos ya ha terminado su turno en el barrio —intervino su padre. Estaba de espaldas a la escena, terminando de preparar el café—. No pasa nada, esto es imprevisible. A lo mejor no han tenido tiempo de mandar nada y llega algo en un par de días, quién sabe —se giró, quedando frente a ambos con una taza en cada una de sus manos—. No os preocupéis. ¿Tú también quieres café, hijo?

- No, no me apetece.

Se retiró a su habitación bajo la atenta mirada de su madre, que aceptó el café que su padre le ofreció con ganas. Lo último que vio Raoul por el rabillo del ojo antes de salir por la puerta fue como hundía la cabeza entre sus hombros, rompiendo la fachada de estabilidad que había intentado aparentar delante de su hijo.

La incomunicación era una puta mierda. Y ser el menor del hogar al que todos sobreprotegían también.

Sin saber muy bien cómo, se había puesto un salvavidas en mitad de aquel mar de dudas que le ayudó a no dejarse llevar por el miedo. Aún le quedaba un rayo de esperanza que estaba a punto de malgastar.

"Alfredo, ¿algo en el buzón?"

Miró el móvil fijamente durante unos veinte minutos esperando la contestación de su amigo, con la sensación de tener la cabeza metida en una centrifugadora. Su salvavidas acababa de pinchar y estaba comenzando a ahogarse.

"Nada tío. Lo siento".

Y aquello... Aquello ya fue insoportable. La posibilidad de que su hermano, como bien había argumentado su padre, no hubiera tenido tiempo para escribir le parecía lo bastante lógica como para darle una oportunidad. Álvaro era sargento, tenía una responsabilidad superior que muchos de sus compañeros que encajaba perfectamente con la teoría de que, esa semana, el trabajo le había absorbido lo suficiente como para obligarle a dejar a su familia a un lado y centrarse en lo que tenía entre manos. Sin embargo, esperaba una carta de Agoney explicándole precisamente eso, dándole todas las razones por las cuales todo iba bien y la ausencia de correspondencia por parte de su hermano no era más que un fastidioso malentendido.

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