Caminos cruzados

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Ha pasado un mes y Raoul siente que flota.

Como no, Álvaro fue el primero en notarlo.

- ¿Qué te pasa últimamente? Parece que vas a levitar del suelo en cualquier momento.

Ambos hermanos se encontraban en la cocina desayunando. Estaban solos en casa, sus padres ya en el trabajo, y Álvaro, que estaba a punto de irse al cuartel, había pillado a Raoul silbando alegremente por la cocina mientras recogía los platos y cubiertos sucios que acababa de utilizar.

- A lo mejor ya lo he hecho, hermanito.

Álvaro fingió tener una arcada, enseñándole a Raoul en el proceso la tostada a medio masticar que todavía se apelotonaba en su lengua. Fue Raoul quien tuvo ganas de vomitar entonces, lanzándole —a grito de "puto guarro"— el trapo que acababa de utilizar para secar su taza recién fregada.

Media hora más tarde, después de prometerle a su hermano que sí, que se había levantado temprano para ir a clase pesado, para qué si no madrugar un puñetero martes, la casa se quedó sola. Aunque no por mucho tiempo.

Raoul recibió a Agoney en la entrada con una sonrisa que apenas le cabía en la cara.

- Estoy enfermo, no pienso darte un sólo beso.

- Ya veremos.

Se apartó de la puerta para dejarle entrar, aprovechando cuando pasó por su lado para acariciarle el brazo con los labios, un beso apenas imperceptible.

- ¿Qué hases? —a Agoney le traicionó su voz, rompiéndose ligeramente ante la inesperada muestra de cariño.

Así estaban todos: sorprendidos. Hasta el último de ellos. Y es que nadie comprendía el cambio de actitud radical que había adoptado Raoul en apenas cuatro semanas.

Tan sólo él lo sabía. Su madre lo intuía, por el simple hecho de que era su madre y las madres siempre saben que el atontamiento juvenil únicamente puede significar dos cosas: drogas —cosa que descartaba porque, en fin, estamos hablando de Raoul— y enamoramiento. Hasta las trancas, confirmaría su hermano más tarde, cuando en una cena familiar de la que el pequeño se había excusado su madre se atreviese a comentarlo en voz alta para quitarse las dudas de la cabeza.

Raoul, en parte, se imaginaba que algo se olían, pero no le importó lo más mínimo. Después de aquella noche en la que decidió rechazar la invitación de Agoney de quedarse en su piso —por una buena causa— y volver a su casa, afrontó la dura realidad de que tanto sus padres como su hermano estaban preocupados por él hasta límites insospechados. Seguía sin comprender el miedo que había provocado en ellos, pero se juró a sí mismo no volver a repetir semejante escándalo.

Desde entonces, su cambio de humor a mejor, junto con la espectacularización que estaba llevando a cabo meticulosamente para que todos los miembros de su familia se dieran cuenta de que era un nuevo Raoul y estaba feliz, habían conseguido que las cosas en casa volvieran a la normalidad en la medida de lo posible. Si es que habían sido normales en algún momento.

Además, nadie sospechaba del verdadero motivo por el que se había convertido en un sol con patas, ese alguien que merodeaba en esos instantes por su casa después de haberse pedido un par de días libres por culpa de un catarro que, según le confesó que le había dicho a su jefe para que le dejase faltar al trabajo, "no le dejaba moverse de la cama". Raoul, que no necesitaba muchas excusas para faltar a clase, había aceptado bien pronto la petición de Agoney de pasar la mañana con él.

- Estaba pensando...

- ¿Tú piensas?

- Chiste fácil, Raoul, esperaba más de ti —Agoney se paró delante de las escaleras, apoyándose en la barandilla—. Decía, antes de que me interrumpieras con tus tonterías, que estaba pensando que ya he perdido la cuenta de la cantidad de veces que he venido a tu casa pero...

EpistolarWhere stories live. Discover now