Capitulo 21

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Un día te despertarás y verás un bello día. Habrá sol, y todo será nuevo, cambiado, límpido. Aquello que primero te parecía imposible será simple, normal. ¿No me crees? Yo estoy seguro. Y muy pronto. Quizás mañana.

Fiódor Dostoievski, Noches Blancas

El murmullo del mar era como una canción de cuna ancestral. Una que oía desde antes de su nacimiento, y que oiría hasta después de su muerte. *

En sus días de soledad y pena, aquel susurro inconmensurable fue su más leal compañía. Le cantaba con ternura tratando de sanar su corazón roto, y se adentraba en sus oídos para que lo escuchará cantar a él y no a las voces traicioneras de su cabeza.

Creyó que jamás oiría una canción tan hermosa como la del mar. Pero se equivocó.

Porqué la escuchaba ahora, vibrante y cálida, al compás de los latidos de su corazón. Lo estremecía desde la punta de sus sonrosadas orejas, hasta su cola que se meneaba detrás de él con tranquilidad. La sentía en cada centímetro de piel, que servía como refugio de la helada de la madrugada.

La sentía en el alma. Porqué la persona que la cantaba, sin saber cómo o prque, había llegado hasta allí.

Esa canción era la voz sin palabras de Neteyam. Aquel dulce ronroneo parecía brotar de sus cuerdas vocales sin que él pudiera evitarlo y le hacía cosquillas en la piel de su cuello, dónde su cara estaba escondida, muy cerca de la vena palpitante que enviada el torrente sanguíneo directo a su corazón. Jamás había escuchado a un Na'vi ronronear. Está era la primera vez, y por un instante deseo que fuera la única.

Las horas habían pasado y dejaron de mecerse en aquel baile mundano hacia muchas más. Pero nunca se separaron: ambos de pie, aún mantenían la postura de lo que fue aquella pieza de baile. La cabeza de Neteyam estaba recostada sobre su hombro, y el respirar de su nariz le daba cosquillas. Sus manos habían caído ya sin fuerzas por su espalda, y se enredaron en la tela de su traje metkayina. Parecía dormido; pero no lo estaba, sino que había entrado en un estado de relajación absoluto.

Aonung, por otro lado, estaba más despierto que nunca. No podía dormir, pero esta vez no fue por ansiedad o pesadillas de un pasado doloroso, sino porqué quería grabar en su memoria cada segundo de aquel momento. Sus brazos eran como un manto cálido que había envuelto el cuerpo de Neteyam para protegerlo del frío, su espalda se había transformado en el pilar que lo mantenía de pie, muy similar a cuando en esa misma playa, con la luna y el mar como confidentes, él chico lo había sostenido a él.

Las canciones, el baile, la comida, la fotografía, todo estaba dando vueltas en su cabeza con rapidez. Había aprendido tanto en tan poco tiempo, pero esta familia le había enseñado todo su mundo con humildad poniendo el suyo de cabeza.

Casi le dieron ganas de reír.

Y la prueba fehaciente de que lo rápido que pasaba el tiempo en su vida estaba por asomarse en el horizonte. La oscuridad del cielo poco a poco comenzaba a teñirse de un suave color violeta, característico del despertar de aquel astro. Sin darse cuenta, habían pasado toda la noche bailando, girando uno alrededor del otro como estrellas, riendo por tonterías. Con las horas, se quitaron sus coronas para no arruinarlas dejándolas junto a sus pertenencias.

Repentinamente sintió un inesperado y pequeño malestar, ante la idea de despertar a Neteyam. Pero aquel sueño idílico, al igual que la noche, debía acabar.

Suavemente comenzó a carraspear. La cola del omatikaya fue la primera en despertar, agitándose de un lado al otro con pereza. Pero el chico aún no abría los ojos.

Te veo, hijo del agua.Where stories live. Discover now