Capítulo 13

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Domingo 25 de marzo de 2007, 19:23 - Fiebre del sábado noche

Finalmente ayer noche me ceñí al plan original y bajé a Barcelona. No podía quedarme en casa y tampoco tenía ganas de ver a ningún conocido; necesitaba desconectar.

Me había pasado la tarde dándole vueltas a lo que me estaba sucediendo sin sacar nada en claro. Las cada vez más frecuentes migrañas; las hemorragias nasales, que están agotando con rapidez mi reducido vestuario; mis reacciones a situaciones límite que una semana atrás habría evitado o ignorado; las nuevas capacidades que parece que ahora poseo: regeneración acelerada y una fuerza y agilidad por encima de la media.

Por no mencionar que ahora me debe estar buscando la policía por asesinato.

Coño, ¡en menos de una semana he mandado al hospital a tres tíos que me doblan en corpulencia! Y uno de ellos ha muerto, joder.

Con todo esto retumbándome en la cabeza bajé a Barcelona después de cenar una magra ración de ensalada de pasta; una mezcla de espirales de colores, nueces, trozos de manzana, tomate, lechuga y salsa rosa. La cena perfecta para coger una cogorza con rapidez, que era justo lo que necesitaba.

Llegué con el último tren a las once y poco al centro de la ciudad y me dirigí a uno de los bares de la calle Tallers, junto a las famosas Ramblas. Frente al bar había dos agentes de la policía local, y uno de ellos parecía observarme con atención mientras yo caminaba hacia allí. Decidí seguir adelante y no mirarles en ningún momento. Pasé junto a ellos con los cojones por corbata y entré en el bar dejando escapar el aire que sin darme cuenta había contenido.

Una vez recuperado del susto me senté solo en una mesa del fondo y empecé a beber Voll-Damms, una detrás de otra. No pude evitar echar de vez en cuando una ojeada en dirección a la puerta mientras observaba a la gente que iba llegando, la mayoría jovencitos sedientos de alcohol, drogas y sexo. Jóvenes que ya no sienten el rock&roll como antes y se conforman con cualquier mierda que pinche el DJ de turno.

Creo que me bebí siete cervezas antes de empezar a sentir «algo». Aquello tampoco era normal e hizo que volviera a los pensamientos que me habían llevado hasta allí. Aceleré el proceso de ingestión de alcohol pidiendo a la camarera Jack’s con hielo de dos en dos. Me dirigió una mirada reprobadora, pero los sirvió sin compasión.

Abandoné el bar con sesenta euros menos unas tres horas después. Limitarme a observar a la fauna local me había servido de distracción, pero necesitaba cambiar de aires y mover un poco el esqueleto. El whisky había hecho su efecto y ya iba más que alegre, así que enfilé Las Ramblas en dirección al mar. Siempre me ha gustado pasear por ellas de noche; se ve todo tipo de gente y los inmigrantes te ofrecen cervezas a buen precio a medida que paseas. Nada que ver con Las Ramblas que existen durante el día. Por la noche no te vas tropezando con la gente ni te empujan cada diez pasos. Por la noche eres el amo del lugar.

Unas calles antes de llegar a la estatua de Colón, a quien nadie hace caso a pesar de señalar claramente y con dedo acusador al «Imperio romano» de nuestros tiempos, causante de casi todos los males que asolan al planeta, me metí en el barrio chino. Tenía

clara mi meta. Me dirigía a L’Enfants.

A pesar de ser una discoteca pequeña, es un lugar que me gusta. Ponen un poco de todo –incluido rock&roll del bueno– y el ambiente suele ser agradable a pesar de que cada vez lo frecuentan más guiris.

Cuando llegué a la puerta los efectos del alcohol se habían desvanecido por completo. Vaya jodienda, iba a resultar que la capacidad de regenerarme no era tan buena como pensaba. Entonces comprendí por qué, en los cómics, Lobezno suele aparecer siempre con una birra en la mano. Entré sin problemas y fui directo a la barra, donde me enchufé dos chupitos de tequila y luego me pedí un whisky con Red Bull.

El rasgueo de dos guitarras eléctricas me poseyó y me dirigí al centro de la sala, bailando a medida que avanzaba y esquivando a la gente que se me cruzaba. No soy una persona tímida. Nada tímida. Me gusta provocar y ser el centro de atención. El mito del freak introvertido que no sale de casa y que no se relaciona no es más que eso: un puto mito en el que mucha gente «normal» se apoya para sentirse bien consigo misma.

Ayer me sentía distinto. Nada me daba miedo. Era como si con todo lo que había vivido la última semana sintiera que nada podría conmigo. Me planté en el centro justo de la pista y mientras bailaba observaba alrededor. A mi derecha un grupo de chicas rubias, con pinta de proceder del norte de Europa, parecían competir por ver quién bailaba de forma más sexy. Enfrente, dos niñatos pasados de vueltas se balanceaban como zombis, mientras a su lado otros tres chavales hablaban entre ellos sin apartar sus lascivas miradas del grupo de rubias. A mi izquierda había otro grupo de tres chicas, éstas claramente españolas. Sorprendí a una de ellas mirándome divertida. Esa noche no estaba para ligues y aparté la mirada. El DJ, en la cabina, hablaba con dos adolescentes.

Cuatro cubatas y tres chupitos de tequila después seguía en el centro de la pista. No logré emborracharme, pero estaba contento. Bailar me ayuda a no pensar, me libera. La música entra en mí y dejo que mi cuerpo responda a ella instintivamente. A menos, claro, que suene una canción que no me gusta o no conozco, entonces me limito a hacer el gilipollas y a reírme de mí mismo. Fue con una de estas últimas cuando se me acercó la chica a la que había sorprendido un rato antes mirándome. Una sonrisa divertida y sincera iluminaba su rostro al mismo tiempo que se situaba delante y se ponía a hacer el idiota conmigo. Me agarró por los hombros y nos mecimos juntos contra la música. Sus ojos oscuros me miraban y los míos la miraban a ella. Era preciosa. Me maldije a mí mismo y a todo lo que me había sucedido la última semana, y maldije a mi yo lógico que no dejaba de decirme que dejara de mirarla. Que me largara de allí mientras aún estaba a tiempo. Y entonces la besé.

No nos despegamos durante el resto de la noche, de la que nos despedimos en su casa justo antes de que saliera el sol. Allí continuamos pegados –o más bien fundidos– el uno al otro hasta pasado el mediodía.

A primera hora de la tarde, cuando al fin hemos salido de la cama, me he sentido como Dios, y aunque pueda no parecer más que el típico rollo de una noche, para mí ha sido mucho más.

Espero que ella piense igual. Hacía mucho que no me sentía tan bien con alguien.

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Hoy me ha pasado algo muy bestiaWhere stories live. Discover now