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Capítulo III

Una alabanza a quienes escuchan

El infierno era hostil, cálido y hermoso, y por un largo tiempo Louis lo llamó "hogar", hasta que un día despertó y no veía más allá de una extensa gama de blanco, gris y negro. La hipofrenia lo abrazó sin darle la opción de escapar, con fríos brazos extendiéndose a su alrededor, ahogándolo en un mar helado y oscuro que se extendía cada vez más, a cada minuto, a cada segundo.

Los primeros años Louis no tuvo problema alguno con aquella situación, se sentía cansado sin motivo, no tenía la fuerza siquiera para desplazarse de un lugar a otro, pero eso estaba bien para él. No fue sino hasta cinco décadas después que el demonio empezó a resentir aquel sentimiento, la soledad se juntaba con la desolación provocándole dolor físico, un dolor que los demás demonios ni siquiera eran capaces de imaginar.

A veces, Louis se sentía culpable, creía que ese deplorable estado de ánimo era, de alguna forma, culpa suya. Y lo peor de todo, Louis no recordaba haber hecho algo lo suficientemente malo como para merecer ese tormento. Y tal vez ese fue su error.

En algún punto de todo eso, Louis se armó de valor para consultarle al único ser que podría ayudarlo, su Rey, Lucifer.

En el Infierno de Ignis, atravesó las pesadas puertas del castillo del inframundo, un lugar donde solo habitaba la realeza demoniaca. Caminó por los largos y aterradores pasillos hasta llegar a la sala del trono, un lugar espacioso con grandes ventanales a los lados donde se exponían distintas formas en cristales de colores opacos, formas escritas en un dialecto tan antiguo como el tiempo mismo. Había columnas que sostenían antorchas con llamas tenues, la luz que entraba desde los ventanales era contrarrestada por las cortinas de color carmesí. En el centro, habían un total de siente tronos distribuidos en la misma altura y con el mismo diseño todos hechos del oro más valioso, lo único que variaba en cada trono era una gema puesta en la cabecera de éstos, la cual era de diferente color en cada uno. En el fondo, más alto que todos ellos, el trono del Rey se alzaba imponente y amenazante, más sin embargo, todos esos tronos se encontraban vacíos. Solo uno de los tronos estaba siendo ocupado por un demonio, el que poseía la gema de color rojo como la sangre.

Louis suspiró al observar de quién se trataba.

El demonio sonreía arrogante, sentado despreocupadamente, el cabello azabache caía como una cortina hasta casi tocar sus hombros envueltos en un elegante traje negro con una capa carmesí. Tenía unos ojos marrones alarmantemente hermosos, enmarcados por largas pestañas que lo hacían lucir de otro mundo. El Príncipe lo veía con burla, como siempre lo hacía.

Louis tuvo que respirar profundo para llenarse de paciencia antes de hablar.

–¿Sabes dónde puedo encontrar a nuestro Rey? — preguntó directamente. El demonio en el trono soltó un pequeño bufido.

–¿Tienes la osadía de tutearme, pequeño Louis? — su voz profunda resonó en toda la estancia. Y Louis hubiera sonreído, pero eso era algo que había dejado de hacer hace mucho.

–Déjate de juegos Caín, esto es importante— el ligero tono de molestia en la voz de Louis hizo que el Príncipe soltara una pequeña risa para luego ponerse serio y apuntar a Louis con su dedo índice.

–En primer lugar, yo ya no respondo a ese nombre— anunció con seriedad, Louis se hubiera burlado en su cara de poder hacerlo.

El demonio de ojos azules sabía que aquel Príncipe era un sinvergüenza, siempre con su actitud arrogante y despreocupada, no tenía idea si de verdad cumplía sus labores o se las dejaba a alguien más, probablemente así era.

La Biblia de los BastardosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora