Capítulo 1

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Podría comenzar contándote la historia de mi vida, decirte que fui criada por un montón de científicos, como Tarzán con los monos, pero con batas y jeringuillas. Podría decirte cómo fui a parar al Centro de Investigaciones Científicas más importante del mundo, o cómo demonios hice para graduarme a los quince, pero sospecho que eso lo descubrirás más adelante. Por ahora, solo quiero que sepas que, en ese momento, tenía comezón.

Mucha, mucha comezón.

No una comezón como la que te quitas de una sacudida, tampoco una como la que se va con una manita de plástico portátil. Era más parecida a la urticaria crónica, esa clase de comezón que requiere un buen chapuzón en etanol para matar hasta a tus propias células.

Mis manos eran como garras desgarrándome a conciencia, pero mi piel no parecía ceder a mi respuesta desesperada y mi cuello ya era una réplica exacta de un encuentro fortuito con Freddy Krueger. Tuve que invocar a todo mi autocontrol para dejar de rascarme la cabeza y las palmas de las manos. Calor. Tenía demasiado calor. Esa clase de calor que te hace pensar en que tal vez ya estás muerto y pagando por tus pecados. Si es que existe algo parecido a la expiación.

Las gotas de sudor descendían en caída libre por mi espalda. Intenté ventilar mi pecho ondeando la bata de laboratorio, pero fue inútil. Me sentía como una barra de chocolate en una maleta de safari y el resto de los miembros del consejo en aquella sala subterránea no parecían notarlo ni siquiera un poco.

El doctor Bell me tendió un pañuelo desechable, mirándome por el rabillo del ojo. Era un buen hombre y, a pesar de que todo el mundo le temía sobremanera, no dejaba de sorprenderme su empatía disfrazada de indiferencia. Tomé el pañuelo y me deshice de los líquidos que descendían por mi sien, pero no fue suficiente. Nadie se veía muy afectado con el clima, aunque a mí el aire me faltaba a ratos.

—Parece más un intento desesperado por salvar su buen nombre —acusó un miembro del consejo en alguna parte de la prisión a la que llamaban «sala de consejo».

¡Y una mierda con eso! La reunión informativa era como jugar Dragones y mazmorras, pero con científicos en lugar de dragones y un subterráneo lo suficientemente cerca del núcleo terrestre para hacerme transpirar como un cerdo. El único consejo que había valido la pena en aquella sala era el consejo de cerrar la maldita sesión y volver cuando el aire acondicionado funcionara de nuevo. Mi consejo, claro. Quizá fui un poco más sumisa al expresarlo, tal vez titubeé demasiado y puede ser que me haya faltado un poquito de potencia en la voz, pero no soportaba las miradas sobre mí, me trastornaban. Lo único que pude hacer fue sugerir un lugar «Menos cálido, por favor» para la reunión.

Quería golpearme la cabeza con el micrófono sobre el enorme e interminable escritorio en U que abarcaba toda la quinta fila, por ser tan blandengue. Mamá decía que me hacían falta los golpes de la vida para forjarme el carácter, pero yo no pensaba lo mismo. La vida ya me había golpeado de ida y vuelta lo suficiente para hacerme desear no salir jamás de las instalaciones del CIC.

Al centro de la sala, mi madre daba una de las ponencias más importantes de su vida: el proyecto de la «Química del amor». Ella trabajó en el durante toda mi vida (sin chistes, el proyecto cumplía veintiséis años el día de mi cumpleaños veintiséis) en esa investigación. Era tan importante para mamá, que no pude sorprenderme cuando descubrí que la fiesta sorpresa en la cafetería del CIC, era para celebrar un año más con el proyecto a bordo y no solo (y no en realidad) por mi cumpleaños. La peor parte fue tener que «pedir un deseo por los dos», ¿te doy una pista? Mi deseo tenía algo que ver con calcinar cierta pileta de papeles con un proyecto junto a mí.

El proyecto de mi madre era brillante, chocoso, pero brillante. Ella logró crear un fármaco capaz de bloquear los efectos fisiológicos causados por el amor, inhibiendo parcialmente la respuesta cerebral a la producción de mediadores químicos como: hormonas y neurotransmisores, sustancias que se encargan de trabajar en sinergia para producir un estímulo afectivo. En resumen: se encargaba de evitar que las personas se enamoraran sin interferir en su personalidad. Era un proyecto muy importante. Mamá decía que, si todo salía bien, el fármaco iba a poder distribuirse en todo el mundo. ¡La producción humana y la estabilidad global serían posibles al fin! Sin enamoramiento, las personas tendrían la oportunidad de enfocarse en sus empleos, en crear para la humanidad, en limitarse a preservar la raza lo suficiente para sobrevivir. Una población innovadora que busque invertir en productos que ayuden al medio ambiente sin más distractores. Salvaría a la raza humana de la destrucción causada por el egoísmo de su propio y momentáneo bien.

La química del amorWhere stories live. Discover now