Capítulo 2

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Un suspiro generalizado, un silencio sepulcral que intensificó el eco de mi humillación mientras el micrófono que sostenía mi madre emitía un chillido taladrante. Por un segundo, la teoría revolucionaria de Copérnico dio un paso atrás y el mundo se redujo a la famélica chica arrodillada detrás del atril. Yo era el sol otra vez.

Yo odiaba ser el sol.

Mis manos se doblaron, la debilidad comenzó a convertirse en temblores tenues y parestesias en los brazos. Estaba segura de que iba a caerme de cara sobre mi vómito mientras mi madre hablaba fuerte, fingiendo que nada de eso estaba pasado. Ella sabía cómo sobreponerse a cualquier situación, pero yo no.

Unas manos firmes tiraron de mí hacia arriba y ponto mi cuerpo comenzó a flotar en el aire. Mi cabeza colgaba hacia abajo y las manos que me sostenían las piernas mientras un hombro duro se clavaba con fuerza sobre mi abdomen, me sujetaban como a un títere. No era la posición más cómoda para alguien que acaba de volcar el estómago en una ponencia magistral, pero estaba agradecida de que me ayudaran a salir de allí. Una voz familiar me llegó de cerca y unas risas simpatizantes a la presencia posesiva me llamaron a la realidad. Tenía sueño, me sentía débil y hambrienta, luchar contra mis parpados era un verdadero reto cuando mi sistema entraba en jaque de aquella manera. Estaba dentro de una batalla contra el sueño y la lucidez.

Las risas y el ruido se alejaron cuando entramos a una habitación cálida y oscura. Logré reconocer a la persona que cargaba mi cadáver por el pasillo de salida. Reconocería esos horribles e irritantes ojos grisáceos, ese horrible olor a perfume costoso que gritaba pretensión y soberbia a kilómetros. Reconocería también ese tacto firme, las manos expertas de quien ha crecido en una cueva como aquella durante toda su vida. Alden Bell era imposible de olvidar.

Intenté apartarme en cuando pude percatarme de su sonrisa burlona a través de su reflejo en los espejos de perfil que tapizaban los pasillos, pero no tenía la fuerza suficiente para hacerlo. Odiaba que mi temor tuviera tanto poder fisiológico sobre mí, pero era el demonio que no podía combatir jamás. Era mi talón de Aquiles.

—Tampoco creas que me hace mucha gracia tenerte tan cerca, Collins —bufó Alden, apretando mi cintura con más fuerza—. Pero si sigues moviéndote así vas a caerte y no voy a limpiarte el vómito. Mi caballerosidad tiene un límite.

En plena conciencia pude haberle dado una respuesta ingeniosa, pero no en ese estado, apenas pude entrelazar sus palabras en mi subconsciente para darles sentido y significado. Necesitaba soledad, frio y tranquilidad. Después de someterme a un grado de presión social como aquel, la soledad y el frío siempre me venían bien. Eran como la atropina de una asistolia o el oasis en el desierto. Eran lo que me dejaba recuperar el aliento.

Mi cuerpo pegó en una superficie fría, dura y metálica. El cuerpo de Alden se apartó del mío, su pecho ya no destilaba el calor electrizante que chocaba con el mío. Me cubrí la cara con ambas manos y concentré toda mi atención en respirar con normalidad y recuperar un podo del control sobre mis vísceras.

—Podría ser peor.

Sin apartar las manos de la cara, pregunté:

—¿Cómo podría ser peor?

Pero no obtuve una respuesta.

Alden permaneció en silencio durante un buen rato y solo me ayudó a ponerme de pie cuando mi respiración se regularizó y mi corazón dejó de bombear como en maratón. Mis manos sudaban con mayor intensidad y estaba segura de que la palidez de mi rostro no había desaparecido, pero esos eran síntomas que ya podía manejar.

—¿Qué demonios fue eso? —exigí cuando me cercioré de que mi lengua coordinaba bien con mi cerebro.

—Eso fue un investigador haciendo su trabajo antes de dar su consentimiento para emprender un proyecto sin futuro —respondió sin pesar.

La química del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora