Capítulo 16.

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Agarré mis maletas de los bordes de sus palancas y las levanté un segundo antes de cerrar mis ojos por un momento y tomar tanto aire como pudiera, y luego soltarlo, resignada. Él no vendría. Como tampoco había venido a verme la última semana, pero me lo merecía, lo sabía.
Les tendí mis maletas a mis padres y esperé desde donde estaba hasta que las registraran. Me abracé a mí misma y comencé a ver a las personas. Ojos tristes, salvajes, arriesgados, y algunos simplemente alegres y satisfechos. Y es que, podría analizar a cada persona en ese lugar, pero nunca podría adivinar cada una de sus historias.
Por ejemplo, había una chica de pelo corto y rubio en turno, la cual pasaría luego de nosotros, pero entonces, podía ver cómo sus ojos estaban llenos de tristeza, mezclados con el miedo.
Y yo podría tratar de imaginar miles de historias sobre por qué lucía así. Podría juzgar su forma de vestir por esa ropa desgastada que llevaba en un aeropuerto. Podría, incluso, adivinar por qué estaba sola. Pero eso no me ayudaría en nada, porque, al fin y al cabo, ambas compartíamos algo. De hecho, todos en aquella fila compartíamos algo: sentíamos, sin duda alguna, el increíble sentimiento de dejarlo todo.
Y esa es la razón por la que, a pesar de que sus ojos lucieran tristes, ella, y todos los demás, sonreían. Nervios, ansiedad, y una pizca de egoísmo que se podría disfrazar de cualquier excusa.
Sacudí mi cabeza, alejando mis pensamientos considerablemente profundos sobre las personas de esa línea y la chica rubia de cabello corto y piercings en la nariz.
—Hey —llamé a Jorge, mi padre, y volteó su cabeza para verme.
—Voy a esperar fuera de línea. Iré por allí un rato —informé y asintió, dirigiendo su mirada al señor de las maletas, otra vez.
—¡Debby! —me llamó Brazil—. Ten pendiente el celular, ¿bien? —me pidió y asentí, mintiendo. Ni siquiera tenía el celular junto conmigo.
Salí desabrochando una de las correas elásticas que se colocaban de un punto fijo a otro para establecer el orden de la fila; entonces, comencé a caminar con la cabeza gacha y las manos metidas dentro de los bolsillos de mi abrigo.
Choqué con el hombro de alguien.
—Lo siento —me dijeron y yo asentí sin preocuparme en subir la mirada siquiera. Para cuando la subí, divisé un puesto de helados y resoplé como si aquél puesto fuera mi mejor consuelo. Me acerqué a él y vi a un chico lindo de ojos marrones y cabello rizado.
—Hola —me sonrió—. ¿Qué deseas?
—El helado más gigante que tengas para aliviar el corazón —solté y él soltó una carcajada.
—Ya han venido chicas como tú antes aquí. No entiendo por qué todas creen que el helado les ayudará, sólo logra que las hagan llorar —dijo y se echó de hombros—. Te daré un barquito, ¿sí?
Asentí y él fue hacia la parte trasera a buscar el barquito. Mientras tanto, me dediqué a observar los sabores.
—¿Cuáles quieres? —preguntó al volver.
—¿Qué me recomiendas?
—Chocolate —dijo y sonó en tono de pregunta. Asentí otra vez.
—Y vainilla —le murmuré casi sin ánimos cuando volvió su mirada hacia mí luego de servir el de chocolate—. Tus ojos son lindos —le dije y subió la cabeza torpemente, provocando que se la golpeara con el cristal de la heladera. Solté una carcajada.
—Gracias —dijo y me sonrió apenado mientras me pasaba el helado—. Allí ponle lo que quieras —me señaló hacia la derecha con su dedo pulgar, un lugar en donde podría echarle un vómito de arcoíris al helado si tan solo lo quisiera.
—Eh —hice una mueca—. No, así está bien, gracias —dije y le pasé el dinero para pagar el helado.
Me di la vuelta y me senté en una mesa cerca del local. Observé mi helado y, al hundir la cuchara en él, tomé un gran bocado.
—Oh, por todo lo... —expresé para mí misma y cerré los ojos, disfrutándolo. Era el mejor helado que había comido en toda mi vida.
—Está rico, ¿eh? —escuché que me dijeron y esperé unos segundos más antes de abrir los ojos despacio. Era el chico de la heladería sentado frente a mí.
—Jamás había probado algo tan delicioso.
—¿En serio? Deberías probar la lasaña de mi abuela. O sus pizzas. ¡Por Dios, sus pizzas!
—Si tu abuela hace pizza como tú sirves helado, creo que tendré que conocer a tu abuela —dije y él volvió a reír.
—Es italiana. Sus pizzas son geniales.
—¿Eres italiano? —cuestioné señalándolo con la cuchara y asintió—. Genial. Nunca he ido a Italia.
—¿Y a dónde te escapas? —preguntó entonces, y fruncí la nariz.
—¿Escapar?
—Sí. Las chicas que vienen solas a mi heladería suelen venir con el corazón roto. Eso quiere decir que se escapan de este lugar.
—Primero, no me escapo. Y segundo, a Berlín —dije y abrió considerablemente sus ojos.
—Berlín es muy bonito. Si no escapas, entonces ¿por qué?
—Soy una asesina en serie que es categorizada como una de las diez más buscadas —murmuré mirando fijamente mi helado mientras lo movía de un lado a otro con la pequeña cuchara—. O tal vez sólo me largo de aquí por dos meses con mi familia —dije y subí la mirada. Su expresión estaba entre espantado y fingir que no lo estaba, y aquello me causó gracia.
—¿Asesina o chica normal que viaja con su familia? —se dijo a sí mismo—. No sé cuál es más fácil de creer —dijo y lo miré fingiendo indignación.
—¿Me dices que me veo como una asesina? —puse una mano en mi pecho y entreabrí mis labios—. Qué descarado —lo acusé y tomé una cucharada de helado para tirárselo en la cara. Funcionó—. Resalta con tus ojos —dije, riendo por su expresión luego de haberle tirado el helado.
Le pasé una de las servilletas que me había dado junto con el helado, aún riendo, y él se lo quitó de la cara.
—Pídeme una disculpa.
Fruncí el ceño de repente.
—Yo no hago esas cosas.
—Entonces ten una cita conmigo —sonreí y negué con la cabeza—. Pues, ¿qué esperas? Mis disculpas.
—Me dijiste asesina y no vi la tuya, así que...
—No, porque, en primer lugar, asesina te dijiste tú misma, no yo —me señaló con el dedo índice.
—¿Y en segundo lugar? —pregunté encorvando una ceja y comiendo más helado. Ya casi lo terminaba.
—O te disculpas o tienes una cita conmigo.
—Bueno, pero hay una tercera opción, también. No me disculpo, no tengo una cita contigo y simplemente me voy porque probablemente no te vuelva a ver nunca más.
Su expresión cambió totalmente. Sus mejillas se habían sonrojado considerablemente y apartó la mirada. Francamente, esperaba el contraataque de mi contraataque, pero lo único que recibí fue:
—No puedo creer que te pedí una cita —murmuró—. Fue tonto.
—Tendré la cita contigo —me miró atónito—. Sí, es en serio. Eres divertido.
—Pero...
—Volveré de Berlín en dos meses, y siento que ahora diré algo que va a sonar mal pero... me has ayudado a reír antes de irme, y cuando vuelva necesito reír también porque sé desde ahora que será duro.
—¿Por qué dices que no quieres que suene mal?
—Porque suena como si te estuviera utilizando —dije y metí la última cucharada de helado a mi boca—. Y es cierto.
Él se quedó callado un segundo, pensativo, mientras yo me comía el barquito del helado. Hasta eso estaba delicioso; crujía.
—¿Cuál es tu nombre? —me preguntó entonces.
—Debby Holwteem —dije y abrió los ojos más de lo normal.
—¿Eres hija de Jorge  Holwteem? —preguntó y asentí extrañada porque conociera su nombre.
—Él me ha hablado de ti —murmuró y me recorrió por primera vez con la mirada—. Pero no eres nada de cómo él había dicho que eras.
—¿Mi padre te habló de mí? —pregunté aún más extrañada—. ¿Conoces a mi padre?
—Tu padre es un gran empresario, Debby, todo el mundo lo conoce. Y en parte, es gran amigo de mis padres —elevó sus labios—. Tu padre no sabe lo que tiene de hija.
—¿Por qué dices eso?
—Me dijo que eras amable, educada, aplicada e inocente, que no me atreviera a cambiar eso o me mataría pero —se ahogó en una carcajada—,  más bien, creo que la que sería capaz de dañarme eres tú.
Sonreí para mí misma.
—Mi padre no sabe de mí. Nunca hablamos —le dije y me limpié los labios con una servilleta luego de haber terminado el barquito—. Pero supongo que es lindo que tenga esa idea errada de mí.
Asintió e iba a decir algo, pero un guardia de seguridad se acercó a nosotros.
—Disculpen. ¿Es usted la señorita Holwteem? —preguntó y asentí—. Sus padres la están buscando. Hay un chico que está vuelto loco buscándola por todo el aeropuerto y sus padres están histéricos.
El corazón se me bajó a los pies. ¿Sería él?
Me levanté emocionada de la silla.
—Suerte en Berlín —dijo como despedida mi ruloso amigo y asentí.
—Adiós.
—Adiós, niña inocente.
Miré al guardia, y entonces me acerqué a él.
—¿Un chico, dijo?
—Sí, uno casta... —y antes de que terminara la frase, comencé a caminar rápido hasta llegar a la fila en donde colocábamos las maletas. Mis padres no estaban ahí.
—¡Oiga! —me llamó el guardia cuando me alcanzó—. Están por allá —me señaló con el pulgar, respirando agitadamente y asentí, acercándome a ellos.
—¡Debby! ¿Dónde está tu celular? —me reprochó Brazil y me eché de hombros—. Te dije que lo llevaras contigo.
—Lo dejé en casa —contesté y los miré a ambos—. ¿Estaba Julién aquí?
—¿Te refieres al chico lindo de ojos azules que tu papá tomó el descaro de echar? —dijo y suspiró como decepcionada—. Entonces sí.
Miré a Jorge con el enfado subiéndome por la cara y él seguía hablando ocupadamente por teléfono. Sus ojos eran fríos, indiferentes, como si nunca sintiera nada. Y si no fuera porque lo supiera claramente, podría jurar que era mi padre; yo era exactamente igual a él.
Me di la vuelta y corrí hasta llegar a la salida del aeropuerto. Busqué a Julién con la mirada pero no lo vi por ningún lado.
Mi corazón latía fuertemente y sentía grandes ganas de llorar. ¿Por qué? ¿Por qué el idiota de Jorge hizo eso? ¿Por qué no podía entenderlo? ¿Por qué?
Una lágrima salió de mi ojo sin poder evitarlo y cerré los ojos ahí, mientras la secaba con la manga de mi abrigo.
Sin esperarlo, y de repente, un cuerpo más alto que el mío me rodeó con sus brazos y apegó mi cabeza a su pecho, entonces, y sólo entonces, me permití sollozar. Él estaba allí. Todo estaba bien.
—No llores —murmuró y me apretó más a sí—. No vine aquí para hacerte llorar.
—¿Por qué desde que te conocí me la paso llorando, Julién? ¿Qué fue lo que me hiciste? —sollocé más fuerte y también lo rodeé con mis brazos, abrazándolo—. No me dejes, Julién.
—Tú eres la que se está yendo... —me dijo despacio y mi corazón dejó de latir. Era cierto. Yo era la que me iba y lo dejaba a él, no al revés.
—Dime que me quede —susurré inaudible y apreté los ojos.
No podía más. Sabía que al irme me iba a romper, porque lo necesitaba, porque aunque no lo quisiera ahora dependía de él, porque luego de esos dos meses, yo volvería y lo seguiría viendo en la escuela; porque tenía que soportar que fuera un desconocido para mí. Ya no recordaría nada.
Pero nada de eso era la peor parte. Sé que no recordaría, pero también sé que si gustó de mí una vez y se le olvidó, podría gustar de mí de nuevo. Sin embargo, la peor parte era que no podía gustar de mí, porque yo tenía que hacer lo que no hice en primer lugar al conocerlo: alejarme de él.
—Ya vas tarde para el avión —murmuró luego de un rato, cuando calmé mis sollozos. Asentí.
—Lo sé.
—He venido para traerte algo en especial —dijo y metió su mano en su bolsillo, sacando tres sobres.
Cuando me di cuenta de qué se trataba, algo parecido al enojo me recorrió las venas, haciendo que mi sangre se calentara. ¿Qué se suponía que le pasaba por la cabeza?
—¿Estás hablando en serio? —dije cabreada y sonrió levemente—. ¿Por qué rayos sonríes? Por Samaritha. ¿Me dejaste de ver una semana y solo vienes hoy para darme tres cartas de ese puto juego tuyo de letras?
—Sí —me dijo—. La cosa es que no es un ''puto juego'', las cartas son importantes. Y estas son las últimas tres —suspiró—. Quiero que descubras lo que dicen luego de que vuelvas. Para ser específicos, el tercer día. Te di las cartas en tres días. Léelas luego de volver, pero en tres días.
Fruncí el ceño mientras tomaba y guardaba las cartas.
—¿Leer qué? No dicen absolutamente nada.
Se echó de hombros.
—Nos vemos luego, Debby —dijo y me volvió a abrazar, pero se alejó más rápido de lo que hubiera querido—. Ten buen viaje.
—Gracias —le dije y tuve que fingir una sonrisa. Entonces decidí algo rápido, pero totalmente doloroso. Me di la vuelta y volví a entrar al aeropuerto. Porque sabía que si no lo hacía en ese momento, no lo haría nunca. Me estaba perdiendo a mí misma en ese instante; me estaba rompiendo a mí misma por él, pero Julién merecía ser feliz. Debía tener algo mejor que mi egoísmo.
Puse un pie en la escalera eléctrica cuando de repente escuché un grito.
—¡Hey! —volteé a mirarlo con un dolor chillante en el pecho; allí estaba él, llamándome—. ¡Te amo, Debby Ophenie! ¡No lo olvides! —gritó y todas las personas voltearon a verlo y sonreírle.
—¡Te amo, Julién Chryst! —grité a todo pulmón y, en ese momento, que me temía que sería el último,  me sentí viva.


Oscuridad en la luz.Where stories live. Discover now