Capítulo 8.

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Septiembre de 1888.

—Mon amour —susurró en mi oído y sonreí al escuchar el horrible acento francés que trataba de adoptar.

—¿Mmm? —musité apenas mientras seguía viendo cómo amanecía. El sol era como mi marido: cálido, fuerte y hermoso. Y a las siete de la mañana en Alaska, cada rayo de sol era increíble de sentir en la piel.

—¿En qué piensas?

—¿Qué crees que pasará en un siglo?

—¿Un siglo? ¿Por qué tanto tiempo? —frunció el ceño.

—Está bien... ¿Cincuenta años? —dudé y soltó una carcajada.

—¿Por qué estás pensando en eso, cariño? En cincuenta años... probablemente tendremos a unos hermosos nietos de una de nuestras hijas.

—¿Crees que viviremos tanto? —pregunté con la mirada en un punto fijo: las montañas.

—Arrugados, sí —asintió—. Pero aún así, estaremos bien.

Me volteé a verlo.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté—. ¿Cómo sabes que no vamos a morir... tal vez hoy mismo? ¿O que nuestras hijas estarán bien y tendrán un buen futuro? —dio un respingo cuando vio la creciente preocupación que embargaba en mis ojos—. ¿Cómo sabes que duraremos años? ¿Que seremos eternos y podremos conocer muchas cosas? ¿Cómo? Si tú podrás vivir siempre y mis hijas también, pero yo...

—Está bien, basta —me interrumpió—. Tú no necesitas ser eterna. La eternidad es horrible, créeme —dijo mientras mantenía mi mirada y apoyaba la mano en el umbral del balcón.

—Quiero ser eterna... como tú, como ellas —dije con un deje de desesperación y miedo.

—Nadie es eterno —replicó—. Unos duran más que otros, pero todos mueren.

—Pero...

—Además —volvió a interrumpir—. Nos pueden matar con agua bendita.

—¡Oh, claro! Como si a alguien se le fuera a ocurrir entrar por nuestra casa y matarnos a todos con agua bendita —lo fulminé con la mirada y él la apartó.

—Uno nunca sabe, mi lady —murmuró.

8 de Noviembre, 1889.

—¡Cumpleaños feliz, te deseamos a ti! —comenzamos a cantar para las niñas y ellas despertaron chillando al ver los regalos que teníamos en mano.

—¡Feliz cumpleaños, princesas! —exclamó mi marido haciéndolas sonreír; incluso a mí.

—Este regalito que tengo aquí —comencé a zarandear el paquete—. Es de... Ay, esperen —puse un dedo en mi barbilla—. Se me olvidó.

—¡Mamá! —chillaron en protesta y reí.

—No es cierto, tranquilas. ¡Es de Debbitha! —les sonreí y se lo entregué.

—Y este de aquí es de la principessa Delinna —dijo él y le dio el otro regalo a nuestra hija. Eran tan hermosas... e iguales, a pesar de que Debbitha no tenía el cabello rubio cobrizo de Delinna e intentaba pintárselo con marcadores.

—¿Ahora italiano? —pregunté y curvé una ceja cuando él volvió hacia a mí.

—Me gustan los cambios —sonrió de lado y me abrazó por la cintura.

—S 'agapó̱ —«Te amo» murmuró en griego mientras me acercaba a él. ¿Cómo podía sentirse tan seductor?

—S 'agapó̱ pára polý —«Yo también te amo» respondí y le besé.

Oscuridad en la luz.Where stories live. Discover now