Capítulo 3

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ELENA


Intento hacer memoria, en balde. Nunca he coincidido en persona con este chico que dice ser el nieto mayor de Lourdes. Estoy segura de que no me he cruzado antes con él porque de haberlo hecho lo recordaría. Es difícil pasar por alto un chico cuyo cuerpo y estilo evocan a los modelos de los años ochenta.

—Es la primera vez que nos vemos, ¿no? —le corto el discurso del pésame que estaba llevando a cabo.

—Sí, pero Gabriel me hablaba mucho de ti.

—Ah. Pues es un placer.

No me sale ser amable, ni mucho menos, pero tampoco tan descortés como cuando me llamó por teléfono. Esto debe de ser lo que les ocurre a los haters de Twitter, que se acobardan cuando la víctima de su odio no está al otro lado del móvil, sino enfrente.

—¿Qué tal? —pregunto haciendo un enorme sobreesfuerzo.

—Todo lo bien que se puede estar en el funeral de un abuelo.

Me dan ganas de decirle que debería de estar acostumbrado. No es el primero al que él ha llamado abuelo que fallece. De hecho, hace pocos años que perdieron a César, el penúltimo hombre con el que se había casado Lourdes; solo que para cuando murió ya no seguían juntos. Lourdes había roto con él por Gabriel.

Si no me equivoco el divorcio fue de lo más amistoso, no hubo malos rollos de por medio. Al contrario, siguieron viéndose muy a menudo, costumbre que aún mantendrían de no haberse celebrado la trágica fiesta de cumpleaños de Lourdes, fiesta en la que César perdió la vida. Y mi abuelo casi.

—¿Qué tal estás tú? —me trae de vuelta Mikel.

—¿Yo? Mal.

Suspira con pesar.

—Elena, si puedo ayudarte en algo...

—Bastante habéis hecho —corto y, al ver su expresión de incomodidad, hasta a mí me hiere la frialdad con la que lo trato.

Al fin y al cabo, él no tiene la culpa de las disputas que yo haya podido tener con su familia. Además, fue el único que tuvo el valor de avisarme de lo sucedido. Tampoco debió ser fácil para él y se esforzó, mucho, por tener tacto. No como yo.

—Perdona, Mikel.

Sus ojos tono avellana se entornan levemente y me sonríe en son de paz.

Existe la posibilidad de que el niño rico no sea tan capullo, así que me veo con la obligación de compensarlo sacando tema:

—No te he visto abajo, con el resto.

—Vengo del invernadero.

—¿Tenéis un invernadero?

—Sí. —Qué estúpida. Son millonarios, tienen de todo—. Pero no creas que llevo botas de campo y estas pintas solo por haber estado trabajando con tierra. Sería injusto insinuar que alguna vez me he metido en uno de esos trajes de Peaky Blinders.

No he llegado a reírme, pero tampoco me ha desagradado. En absoluto. Mikel desprende un aura bastante alentador.

«¿Seguro que eres familia de Lourdes?» me planteo, aunque mejor continúo con la educación por delante:

—¿Y qué hacías en un invernadero?

Sus labios se curvan aún más haciendo que los lunares salpicados por su rostro se desplacen. Entonces me reta:

—¿Qué crees que hacía?

Me pongo a su nivel:

—Apostaría que... Estabas... ¿Cavando la tumba de mi abuelo?

El último amanecer de agostoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora