Capítulo 16

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- 27 días para el primer muerto -


ELENA

Usansolo, 21 de junio de 2022


Dejo que la brisa matutina se cuele en mi habitación, las cortinas se mecen y me asomo entre ellas para apreciar el baile de los árboles del jardín. Los primeros rayos de sol tiñen el cielo de colores cálidos, las nubes se despliegan y escucho el murmullo de las hojas arrastradas por el viento, junto al cantar de los primeros pájaros.

Este sí es un buen despertar.

Tonos anaranjados se entrelazan con el azul y, finalmente, el sol se asoma. Su resplandor tiñe de dorado mi vestido blanco y siento la necesidad de describir, sobre el papel, lo que mis ojos ven.

Pero me he propuesto no redactar ni una sola frase entre las diez de la noche y las diez de la mañana. Lo he hecho por mi bien.

Además, no tengo tiempo.

Pronto llegará Mikel y me recogerá para ir al jardín. Ya no solo lo ayudo con los tulipanes, sino con todo el terreno.

Al igual que hace Sonia un día por semana.

Aún no le he preguntado por su relación con ella pero sí que averigüé la frecuencia de las visitas. Estamos a martes y no regresará hasta el viernes. Seguro que encuentro el momento oportuno para hablar de ella antes de que llegue; el momento oportuno para sacar el tema sin dejar ver que me interesa demasiado...

Me vuelvo, dando la espalda al paisaje.

La luz se filtra y resalta cada detalle del cuarto, en especial, reaviva el color rojo de la amapola que tengo en la mesita y que ya ha empezado a marchitarse. Sigue presentando todo un misterio, del cual desconecto cuando unos nudillos tocan la puerta.

Es Mikel y con su llegada comienza el paseo. Aunque no sin antes desayunar.

Avanzamos por el pasillo y me fijo en mi compañero. Hoy viste un holgado pantalón vaquero repleto de parches y una camiseta blanca de tirantes. Su estilo se sostiene gracias a los complementos que siempre lleva: los anillos, el reloj y la fina cadena que rodea su cuello.

Que sus brazos queden al descubierto, más allá de mostrar su fuerza, me permite apreciar sus tatuajes. Tiene varios dibujos florales, todos ellos unidos por una fina línea, una especie de rama que se enreda creando diversas formas: a la altura de su bíceps izquierdo distingo un rostro. Y no sé si es por la figura, tan minimalista, o por el lienzo, el músculo que se ensancha dependiendo del movimiento, pero me fascina.

Nos sentamos a la mesa con una taza de café entre manos y una fuente de magdalenas en el centro. Apenas las tocamos, no somos de desayunar fuerte. Lo que sí que hacemos es rellenar el espresso. Creo que tengo una especie de adicción y Mikel no se queda atrás.

—Está increíble —me refiero al café.

No es el que suelo tomar en mi casa, el que preparo en la cafetera italiana. Este sale de una máquina enorme similar a las que usan en los grandes restaurantes, donde incluso muelen el grano.

—Lo elige Naroa —comenta él—. Tampoco puede vivir sin la cafeína.

Naroa es la encargada de hacer las compras, de abastecer de comida el hogar.

En lo que llevo aquí me he dado cuenta de que hay muchas personas trabajando para nosotros y, aunque esto es algo que tanto Izan como Rosa adoran, a mí me incomoda. He tenido que pedir que no me hagan la habitación. Un matrimonio del pueblo (Miren y Teo) se encarga de limpiarnos los cuartos al mediodía, pero en mi caso he decidido hacerlo yo. Todavía no estoy del todo segura en el palacio de Lourdes como para que encima dos personas contratadas por ella hurguen en mis pertenencias, aunque sean profesionales.

El último amanecer de agostoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora