Capítulo 45

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IZAN


La tormenta se disipa dejando tras de sí un profundo aroma a tierra mojada, un olor que se altera por culpa del humo del porro de Andoni, ese que a la tercera cerveza he aceptado probar. A ver si así se me olvidan los dramas.

Esta vez no cargábamos con barritas energéticas en las mochilas, sino con alcohol y comida basura. No es el mismo plan fitness, desde luego que no. De hecho, la escalada a los pinos ha sido sustituida por lo que parece una reunión de campamento entre adolescentes.

—Te toca, Piolín —masculla Andoni, reteniendo una calada en los pulmones.

Elena lo mira asqueada, mientras yo me percato de que ha llegado mi turno. Jugamos al Yo nunca y asumo que voy tan perjudicado que me cuesta desenvolverme.

—Vale, yo nunca he... Ganado una apuesta, por ser la persona que más tiempo aguanta bailando, en el centro de La Olla. —Explico—: Esa barraca redonda de las ferias.

Rosa brinda con su botellín y pega un sorbo.

—Así que eras de las niñas malas, eh —supone Andoni.

Y Elena puntualiza:

—De niña nada, que lo hizo el año pasado en las fiestas de Burgos.

El grupo entero se echa a reír, también la aludida.

—Tiene aún más mérito. Con la edad las patas fallan.

Andoni interviene:

—Eso es una gilipollez. Ni que fueras una vieja. En el entrenamiento de mañana os pondré a hacer glúteos y pantorrillas. —Me señala—: Tú tampoco te libras. Os toca día de series.

—¿Mantita y Netflix? —entiende Rosa, avivando las carcajadas.

Al final, sí que me he olvidado de los problemas. Puede que por ello las horas se me estén pasando volando. Tanto, que pronto la humedad del ambiente se reduce, el sol pega con fuerza de nuevo y salimos del cutre merendero para volver a la presa.

Las toallas nos protegen de la hierba mojada cuando nos tiramos a echar la siesta; decisión que veo poco acertada. Mientras el resto descansa, yo siento estar en La Olla. Todo da vueltas a mi jodido alrededor.

—Algo me ha sentado mal.

¿El humo? ¿El alcohol?

En absoluto, la culpa es de:

—El sandwich. Seguro que estaba en mal estado.

Me pongo en pie y con un ridículo vaivén me acerco al agua. Refresco mi rostro y me siento todavía peor. Incluso tengo náuseas. Por ello me meto entre arbustos, para que, si vomito, no me vean. Escondido me arrodillo, pero de mi boca solo salen lamentos.

—Joder...

Me presiono la panza y luego las sienes, queriendo parar la irregular rotación de la tierra. En vano. Mareado caigo a un lado y mi cabeza choca contra una piedra repleta de musgo que amortigua el golpe.

Aunque no lo bastante; estoy sufriendo alucinaciones.

A mis oídos llega una voz familiar, que proviene del más allá.

No es Dios, sino el abuelo de Elena. Su ronquera me transporta a veranos pasados, en Burgos, y con certeza sé que es él.

—¡Gabriel!

Me abrazo a un tronco para levantarme y avanzo, mientras este se comunica con su nieta:

—Pequeña, te quiero. Debes saberlo...

El último amanecer de agostoWhere stories live. Discover now