Capítulo 30

266 37 36
                                    


IZAN

Usansolo, 6 de julio de 2022


Desde pequeño he creído en el destino, en la suerte, en la magia del universo. Tengo fe en una fuerza misteriosa que teje los hilos de nuestras vidas. Un profesor de la escuela solía decir que somos hojas caídas flotando en riachuelos, a la deriva.

Es una visión que me reconforta.

Me gusta pensar que da igual lo que hagamos por dar con el rumbo perfecto, será en vano. El agua ya tiene un recorrido trazado para cada uno de nosotros. Lo único que debemos hacer es disfrutar del viaje, porque por muy retorcido que sea, al final, todos los arroyos desembocan en un río, un lago, un océano... Donde descansar.

Si parece una reflexión derrotista, nada más lejos de la realidad.

La lección es no temer a ningún obstáculo, porque el agua siempre se abre camino y, con ella, vamos nosotros pendiente abajo.

Aunque claro, también puede surgir algún remolino que nos ponga el mundo patas arriba. Y hablando de remolinos, aquí llega el mío.

—¿No te metes? —me propone Andoni desde el bordillo de la piscina.

Últimamente presta mucha atención a lo que hago, actitud contraproducente si quiere que me aleje de él.

—No me apetece. —Me quedo en la hamaca.

Él me salpica pero mi expresión sigue seria.

Cada vez más seria.

—Piolín...

—¿¡¿Qué?!?

Lo espanto.

—Nada, tío. Da igual.

Así estamos.

Como el perro y el gato. Él siendo un pitbull con bozal y yo un gato de Bengala que hace honor a su nombre; cada vez que me provoca saltan chispas.

La situación no mejora por la tarde, cuando nos reunimos para hacer deporte en el gimnasio, con un ambiente completamente distinto al de días atrás. Rosa ya no tontea y Andoni ni siquiera se atreve a darnos indicaciones de cómo realizar los ejercicios. Ha abandonado el rol de entrenador, nos permite hacer lo que nos dé la real gana.

Esto último suena bien pero, cuando no tienes quién te corrija y eres un principiante con aires de profesional, sufres las consecuencias.

—Joder, joder...

Me tiro al suelo llevándome las manos a la parte baja de la espalda, como si así fuese a moderar el repentino dolor que me ha obligado a dejar las pesas.

—¿Un tirón? —diagnostica Andoni.

—Tiene pinta —confirma Rosa.

—¿Ah, sí? —ironizo—. Yo creía que me habían disparado con un táser.

—No seas peliculero —dice Andoni y acude a mí—. Intenta relajarte, ¿vale?

Con delicadeza, manipula mi postura y me recuesta con las rodillas dobladas.

—¿Mejor?

Sigo teniendo una horrible sensación de tensión sobre las nalgas y, de esta manera, también me veo ridículo:

—¡No!

—Qué protestón es —farfulla Rosa—. Guarda el táser y dale con la porra. Eso es lo que necesita.

Los labios de Andoni se curvan, aunque conteniéndose.

Qué par de capullos.

Ambos me las pagarán cuando esté recuperado.

El último amanecer de agostoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora