Capítulo 17

374 36 31
                                    


IZAN


Huele a pan tostado. Respiro profundo y mis fosas nasales se ensanchan mientras mis párpados se cierran en un ridículo gesto de placer. El olor viene del comedor, abro las puertas y, ante mi entrada triunfal, Rosa levanta la rebanada de pan que está desayunando al grito de:

—¡Amore, buenos días!

Me preparo una taza de leche, abro un sobre de cacao en polvo y lo vierto de golpe, formando una nube que tengo que dispersar a manotazos para que no me dé un ataque de tos.

—Buenos días para ti también. —Me siento a su lado—. Qué hambre...

—Róbame un par de tostadas si quieres —ofrece y eso hago. Están buenísimas—. ¿Has dormido bien?

La verdad es que no.

Tengo tantas cosas en las que pensar...

Aún sigo dándole vueltas a lo vivido aquella confusa noche.

Sé que prometí olvidarlo, pero me es imposible, más desde que descubrí que Rosa pudo estar implicada. He tratado de hablarlo con Andoni, sin éxito. Siempre está mi amiga de por medio. Bueno, excepto una vez. Logré librarme de ella, atrapé al malote y puse las cartas sobre la mesa. Le pregunté si realmente estaba viendo porno o si había alguien más ahí dentro. Lo único que obtuve fue una mueca traviesa acompañada por una mofa: «¿Piolín, estás obsesionado conmigo, eh?». Es obvio que emplea el arte del tonteo que tan bien domina como escudo.

No me tomó en serio.

Lo hubiese hecho de decirle que me había parecido oír la puerta del muro —la que da a la innombrable cabaña—, o de sacar el asunto del móvil, pero no quería arriesgarme a enfadarlo y perder las pocas posibilidades de sonsacarle.

—¿Izan? —Rosa sacude su mano frente a mí—. ¿Estás ahí?

Se la aparto y asiento, lo que le saca un bufido.

—Estáis muy raros —se refiere a Elena y a mí—. Desde que hemos llegado, sois dos autómatas.

Razón no le falta. Elena se pasa el día escribiendo y cuando se junta con nosotros para comer o charlar un pequeño rato, la notamos distante. Su cabeza está tan ocupada como la mía, ya sea por la novela o por algún drama. Me gustaría saber cuáles son estos dilemas y compartir con ella los míos. Aunque lo veo muy complicado.

—¿Qué crees que le pasa a Elena? —abro el melón.

Rosa pone los ojos en blanco, luego me señala e interroga:

—¿Y a ti?

Me planteo sincerarme con ella.

Me lo planteo seriamente.

Porque Rosa es la única que está siendo transparente. Al menos en caso de que no me esté mintiendo con lo de aquella noche, porque como fuese ella la responsable de los ruiditos del cuarto de Andoni...

—¿Qué? —exclama.

Inconscientemente, la estaba escrutando.

Recupero la compostura y carraspeo.

—¿Puedo confiar en ti?

—Claro, amore.

Aun así me aseguro:

—¿No te liaste con Andoni cuando subiste a por tu goma de pelo, no?

Frunce el ceño.

—¿Por qué lo crees? —Se relaja y se muerde el labio—. ¿Tanta química tenemos?

El último amanecer de agostoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora