Capítulo 43

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IZAN


La barra no está tan abarrotada como la última vez, predecible, al ser un día de entresemana. Elena se ha empeñado en pedir y yo en echarle una mano, como si así fuésemos a pasar un rato íntimo en el que hablar de nuestros problemas. Qué incrédulo. Estamos tan a solas que ni su atención se encuentra con nosotros. Una vez nos ha atendido la camarera, ha desconectado.

—Elena, ¿todo bien?

Me mira, sin siquiera parpadear.

—¿Sabes que la panadería lleva días cerrada?

Qué pesada está con las putas galletas, ojalá yo también tuviera preocupaciones tan simples. En vez de ello, tengo que lidiar con los confusos sentimientos que me genera un malote al que no puedo reprochar la existencia de su amante por dos motivos: delataría que he espiado en su móvil; y haría el ridículo, porque no tengo nada que echarle en cara. Pude leer cómo le daba calabazas una y otra vez por mí.

—¿No te sirven los pintxos que hay aquí? —retomo la conversación.

—Qué remedio.

La camarera nos trae parte del pedido y Elena la asalta:

—¿Sabes cuándo abrirán la tienda de enfrente?

—Ni idea. Lleva días cerrada.

Tan cerrada como mi amiga morena, a quien me propongo sonsacar:

—Oye, ¿a qué viene todo esto? ¿Seguro que estás bien?

—Sí, ¿por qué?

Porque temo que estés canalizando la frustración de un dilema interno en esa pastelería, generando una obsesión por comer dulces. Pero soltarlo así de golpe sería muy brusco así que disimulo:

—No, por nada...

Carraspeo y ataco:

—¿Y con Mikel? ¿Qué tal?

Elena gira sobre el taburete, su culo patina hasta que los pies —que no alcanzan el suelo—, me apuntan.

—¿Con Mikel?

—Venga, soy tu amigo, puedes confiar en mí.

Lo procesa un buen rato y finalmente cede:

—Sinceramente, Mikel es lo único del palacio que está bien.

Le pego un codazo en broma.

—Lo sé. Tengo ojos. Está más que bien.

Me juzga con la mirada, coge aire y se ausenta:

—Bueno, voy a limpiarme las manos antes de comer, ¿vale?

Camina hasta el servicio y se encierra en él.

Conozco a Elena muy bien, es mi amiga y ex, sé que cuando se agobia le da por meter sus zarpas bajo el agua y frotar. Es un ritual en el que siente que, además de desprenderse de la roña, se deshace de toda complicación.

Por ello me reafirmo en que tiene que haber algo que la atormenta.

Me vuelvo a contemplar desde la cristalera la panadería con la persiana bajada y, antes de pagar, le doy mi número a la camarera:

—Perdona, si te enteras de algo relacionado con el local de enfrente, ¿podrías avisarme?

La propina que le doy es generosa, por lo que acepta.

Tal vez así al fin me entere de lo que le pasa.

O tal vez tan solo haya perdido cinco pavos.

Sí, qué imbécil soy. 



*****

Continuará...


El último amanecer de agostoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora