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En el momento en que estaba retirando la sonrisa de mis ojos fue que él apareció. Un sujeto de alta estatura, con el cabello más oscuro jamás en mi vida pude haber visto, y los ojos mas perdidos en la oscuridad que en la luz del lugar. Sus movimientos eran torpes y bruscos, sus órbitas parecían buscar algo, y quizás por eso es que su cabeza revoloteaba para todas las direcciones, buscando a alguien. Parecía una búsqueda inútil porque nosotros éramos los únicos junto a él... y ni siquiera se había percatado de nuestra presencia. O al menos eso creía yo.

No sabía si debía moverme o debía ir a hablar con aquel tipo. No pude contestarme a tiempo la pregunta, porque él mismo la respondió por mí. Virando su cabeza hacia mí, pareció encontrar lo que tanto buscaba; sus ojos se enfocaron con maldad sobre mí, y sobre sus labios se dibujó una pequeña sonrisa.

Yo me petrifiqué, no sabía como reaccionar a tal mirada.

Nuevamente no tuve que hacer nada, ya que el mismo reaccionó primero que yo; sacó de su dorsal una pistola y apuntó mi sien directamente. Sin pestañear disparó el arma sobre mi persona. Instintivamente salí de mi estado de piedra, y por fortuna, atiné a agachar mi cuerpo.

— ¡Corre! — Escuché que gritaba el doctor Suzdál a lo lejos; yo ya estaba en el proceso de huida.

Me dirigía hacia la puerta por donde hace menos de 20 minutos había entrado. Claramente porque no conocía otra salida. Ni otra entrada.

Llegué hasta al final del pasillo y ya con mas claridad pensé en advertirle a la secretaria del hospital...

Ella ya no estaba; ni ella ni ninguna de sus pertenencias. Ninguna de sus fotografías sobre su escritorio, ni sus lapiceras ni sus notas. Nada quedaba de ella. Por un momento sentí una gran angustia al no saber que diablos había pasado con esa mujer, pero un instante después aclaré mi mente. Estaba de vuelta en Rusia. Nada aquí es coincidencia.

Frenéticamente corté mi paso al ver un auto estacionado detrás de la puerta principal del Botkin. Tenía las luces encendidas y podía ver como por el capot se fugaban pequeñas partículas de vapor. Escuchaba pasos detrás de mí, acelerados también. Algo me decía que no era el doctor, así que no tuve otra idea lo suficientemente rápida que la de seguir corriendo, pero ahora en dirección al auto, para estrellarme contra él y verificar si venían con el sujeto del arma. Con lo cual no contaba era que la puerta trasera se abriría y casi al mismo instante la ventanilla del conductor bajaría para ver al doctor Suzdál al volante. No lo dudé y me zambullí en el asiento trasero del auto; cerré la puerta de éste tan rápidamente que la misma fuerza me tironeó hacia atrás.

—¡Acelera! —le grité yo esta vez, sin darme cuenta que ya estábamos en marcha, camino a cualquier lugar de Moscú.

La adrenalina me tenía sudando frío, y por poco ya no me acordaba de la gran herida que tenía en la pierna. Salté por encima del reposabrazos y me senté junto al doctor en el asiento del copiloto; no sé porque lo hice realmente. Él no volteó a mirarme porque, supongo yo, estaba bastante concentrado en mantenernos a salvo de armas y de accidentes automovilísticos.

Ya un poco más calmada, y recostándome en el asiento, pude sentir nuevamente el dolor. Si que me ardía, yo creo que por los muchos cambios de temperatura que ha experimentado, sin olvidar los esfuerzos físicos requeridos para la huida de hace 2 minutos atrás. No quise quejarme tanto de los espasmos, los escalofríos, los dolores y las posibles infecciones que tenía ya en la pierna, después de todo no quería ser una molestia ni menos una preocupación más para Suzdál, así que me resigné a ladear mi cuerpo y hacerme un ovillo humano, para así poder tomar temperatura desde esa posición y a la vez poder ser testigo del bello cielo estrellado que acompañaba la garrafal noche mía en Moscú. 

Entre líneas de sangreWhere stories live. Discover now