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Desperté mareada a medias, en una habitación blanca completamente, acostada en lo que parecía, a simple vista, una camilla de hospital. A mi lado reposaba un vaso de agua en un velador, blanco también. Olía a alcohol y el foco de la luz que iluminaba el pequeño dormitorio me daba justo en los ojos, cegándome de vez en cuando. Se escuchaban pasos atrás de la angosta puerta que me separaba del resto del mundo.

Por inercia intenté levantarme al escuchar presencia humana, pero un dolor punzante me impidió seguir moviéndome. Bajé la mirada y noté un intravenosa justo en mi brazo derecho. Me lo arranqué sin cuidado y procedí a sentarme al borde de la cama. Al sacar las sábanas color leche que me cubrían, noté que ya no tenía mi saco cerúleo, sino que estaba vestida con una bata que, por el contrario a las de las clínicas normales, no tenía ninguna insignia en ella.

¿Adivinan de qué color de la bata? No sé que tienen ustedes con lo níveo.

Miré mis piernas con temor; no podía sentirlas. Asustada intenté mover los dedos, y para mi tranquilidad, si respondieron a la petición. Sentía como los pasos se acercaban a la puerta. Bajé lentamente, procurando no caerme en el intento y me mantuve en pie.

Cuando iba a dar el primer paso la puerta se abre lentamente, dejándome ver una silueta vagamente familiar.

La encargada de admisión del hospital Botkin. 

Entre líneas de sangreWhere stories live. Discover now