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Cuenca del Amazonas.

Quince años antes.

La noche caía sobre una jungla tan tupida que la luz de la enorme luna llena no podía traspasar la densidad del follaje. El silencio del campamento, en apariencia dormido, apenas era perturbado por un vigía junto al fuego, pero sí por otro sonido procedente de manos humanas. La banda sonora habitual de la selva, los chillidos, gruñidos y cantos de diversas especies, la madera quebradiza, las lianas deslizándose, todo se había atenuado en favor del ritmo constante de los tambores. En la oscuridad, aquel ritmo repetitivo resultaba ominoso. Varios de los muchachos de la expedición sentían el miedo en sus tripas. El profesor les había asegurado que no había nada que temer pero, bajo el peso de aquella tenebrosa orquesta, era muy difícil dar crédito a sus palabras.

Parecían haber sido abducidos a otro tiempo: un tiempo donde la magia existía entre los árboles. El sonido lejano pero constante, el aroma fuerte y almizclado de la floresta, las penumbras de la noche escasamente iluminada y algo más, algo imposible de definir, pero que todos sentían en su estómago: la fuerte sensación de habitar en tierra desconocida. Los jóvenes se habían acostado temprano, como cada día de aquel largo viaje selva adentro, pero el sueño no había llegado y, con la noche, llegaron los tambores y aquella atmósfera inquietante. A través de las rendijas de las tiendas de campaña, apenas podía apreciarse otra cosa que la luz casi apagada de los rescoldos de la hoguera y la figura del vigía recortada contra el horizonte, silenciosamente sentado en el centro del asentamiento.

La piel más oscura del hombre, y sus rasgos nativos, actuaban, por impulso de sus prejuicios, como acicate para sus temores, la calma que debería proporcionar su protección se diluía al mirarle: su rostro era un recordatorio de que eran intrusos allí, y el tam-tam continuo parecía incriminarles sin cesar por ello. Aunque ninguno estaba dispuesto a reconocer su miedo, hallaron un buen subterfugio para mantener su dignidad. Reunidos en la misma tienda, se susurraban cuentos de horror unos a otros, fingiendo un valor que no poseían pero estar juntos era el consuelo que necesitaban para alejar los fantasmas que la selva les enviaba. Los relatos acabaron por dejar paso al sueño pero ninguno se movió para retirarse a dormir: el retumbar constante del exterior no se había detenido y era ya enervante, pero sólo se atrevían a mencionarlo con risas nerviosas, tan asustados como avergonzados de estarlo. Venían de un mundo de realidades objetivas, de ciencia literal, de sólidas creencias, no podían justificar los temores sin nombre que invadían sus mentes, pero tampoco podían ignorar la alerta que aquella cacofonía producía en lo más profundo de sus almas:

Incluso el más pragmático científico habría reconocido la advertencia que contenían los tambores. Algo más estaba suelto esa noche en la selva, algo antiguo, y todos sentían esa certeza aunque jamás lo habrían reconocido en voz alta. El miedo podía casi olerse en el aire, como algo consistente en casi cada rostro, miedo del exterior, y también de la propia emoción: miedo de estar tan asustados. Solo uno de ellos se sentía de otro modo, aunque lo escondía del resto, instintivamente seguro de que su falta de temor no sería bien recibida. Sentado con las rodillas pegadas al pecho, ocultaba su cara entre ellas, intentando que ninguno de sus compañeros advirtiera que no estaba asustado.

Esperaba, mientras escuchaba las bromas nerviosas, las historias contadas en susurros con las voces balbuceantes y las miradas vidriosas. Esperaba que el sueño les venciera, y tuvo que esperar aún un par de horas pero, para cuando la madrugada alcanzó su cénit, la mayoría dormitaba apoyado sobre algún compañero. Apenas había escuchado las historias que el espanto había hecho surgir, su atención centrada en el sonido rítmico del exterior, pero su emoción estaba tan lejos del temor de los demás que también sentía cierto desconcierto. También podía sentir las advertencias contenidas en aquel sonido repetitivo, igual que había escuchado las amenazas murmuradas por el guía horas antes, pero nada había podido contener su necesidad de salir al exterior para reunirse con aquello que les acechaba entre los árboles.

Linaje. (WIP) Where stories live. Discover now