El duende agazapado en el rincón

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«¡Váyase de aquí, vieja hijueputa! ¡Déjeme tranquilo ya! ¡No se meta conmigo!», le dije a mi mama. Me miró como solo miran las madres cuando creen que es la última vez que nos verán. Le cerré la puerta en la cara y la escuché llorar y derramar esas lágrimas que pesan como yunques cuando caen al suelo. La miré por el agujero de la puerta mientras se alejaba, sola, bajo la lluvia, como queriendo lavar sus penas y, de paso, las mías. Ahora debo lidiar con mi situación, pues no me siento bien. Me siento pesado, como una lata que tiene encima un tractor.

Hace unos años, cuando vivía en mi casa de Estelí, tuve una experiencia única. Y no solo única, terrible. Vivía con mi mama y Robertito, mi hermanito menor, en una casa con un gran patio colmado de árboles frutales y unos rosales que regábamos con el agua de un pozo artesanal. Mi papa se fue el día que mi mama descubrió que tenía una querida. Creo que ahora vive en Rivas y trabaja como operador en una de las esclusas del Canal Interoceánico. Yo quería ser cómo él, un macho en todo el sentido de la palabra. Y lo que más me gustaba era lo mucho que jugaba conmigo. Me tiraba por el aire y me atrapaba. Me enseñó a jugar trompo y chibolas y, cuando fui creciendo, me enseñó a hacer nudos y a identificar las constelaciones. Era mi héroe y ella se encargó de hacerlo desaparecer. Robertito, por su parte, no era santo de mi devoción, pues me había quitado parte del cariño que me daba mi papa y muchas noches de sueño.

Mi mama trabajaba como bonchera en Marimba Cigars, una de las tantas fábricas de puros que existían en Estelí en esos tiempos. Ahora ya quedan muy pocas fábricas, pues en su ambición los tabacaleros contaminaron los suelos con muchos químicos inorgánicos y ahora casi no se puede sembrar. Muchos se han ido de Estelí porque el trabajo y el alimento escasean considerablemente. Yo vi gente muerta de hambre en la acera, como en el tiempo de la plaga de langostas que se comió todo el maíz en Estelí.

Mi mama siempre se esforzó mucho por nosotros, pero ese esfuerzo jamás fue reconocido. Trabajaba dos turnos en la fábrica y, en todos los años que había trabajado, no había podido ascender en cuanto a posición o salario. Desde siempre fui muy malcriado con ella y no la respetaba. Ahora, pensándolo bien, creo que era mi expresión de rebeldía por la ausencia de mi papa. Era como un reclamo porque para mí, mi mama era, en verdad, la culpable de que mi papa, mi único héroe, no estuviera. Le decía groserías y no la ayudaba cuando llegaba a la casa en la madrugada, cansada de sus múltiples turnos y del acoso sexual de los jefes de sección de la fábrica. No le ayudaba a cuidar a Robertito tampoco y el pobre chavalo pasaba tierroso y comiendo mocos todo el día. Y eso era todo lo que comía, pues, por hacer la maldad, yo botaba en el patio las pachas que mi mama le dejaba preparadas. ¡Cómo quisiera que estuviera conmigo ahora para que me ayudara! ¡Hombre grande! ¡Cómo quisiera no haber sido tan malo con él!

Recurrentemente, sentía un hambre terrible después de las diez de la noche, aunque hubiera cenado. Yo sacaba tarea de lo que mi mama compraba para la semana y no dejaba nada para mi hermanito. Me comía hasta la leche NAN 3 con cuchara. Me ponía un puñado de leche en polvo en el cielo de la boca y lo saboreaba con mi lengua hasta que se deshacía y no podía contener las cosquillas. Salía de mi cuarto e iba a la cocina todas las noches. Abría la refrigeradora y sacaba la pana del queso y después buscaba las tortillas y la porra de gallo pinto, nuestra cena habitual. Y ahí me sentaba en la mesita de madera color miel que teníamos. Era un placer para mí comer solo en la cocina sin que mi mama me estuviera molestando y sin que Robertito me estuviera aturdiendo con sus berridos. ¡Ahora te extraño, Robertito! ¡Daría lo que fuera por que me cuidaras!

Una noche, mientras cenaba, sentí un ruido en el techo, como cuando las gatas andan en celo y chillan como si las estuvieran matando. Mi mama aún no llegaba del trabajo. «Debe ser algún animal», pensé y seguí comiendo. Después de unos minutos sentí que tiraban piedras en el techo, como si alguien dejara caer un puñado de tierra sobre el zinc, desatando así una cascada de sonidos. Me dio un poco de miedo, pues los gatos no son tan astutos. Salí al patio y me subí en un árbol de mango para poder ver sobre el techo. Todo estaba oscuro y en el patio las sombras parecían moverse con vida propia. El tronco del árbol estaba lamoso por la intensa lluvia que nos azotaba y casi me resbalo dos veces mientras trepaba. No había nada en el techo y yo, convencido de que debía haber sido mi imaginación, volví a la mesa y traté de terminar el gallo pinto, ya sin tranquilidad, pues Robertito había empezado a chillar.

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