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Cuando concluía el domingo, el gaucho emprendía la vuelta a su rancho. Solía hacerlo a eso de las nueve y tanto de la noche. Dependía mucho de la estación del año que fuera. Parecía que el pueblo se entristecía con su partida. Sería pues, hasta la siguiente semana, cuando don Armando regresaba, como dictaba la costumbre.

«Güeno, gaucho, hay que darle nomás, Dios mediante, por este oscuro camino», solía decirse a sí mismo, todos los domingos, poco convencido de sus propias palabras, antes de apretar el acelerador de la camioneta y emprender el recorrido que lo llevaría al medio de la nada, al puesto donde vivía.

Aquí comenzaría todo.

Y es que Armando apagó la camioneta en mitad de la oscuridad para armar un cigarrillo ―qué vamos, era temeroso, pero el campo abierto lo atemorizaba menos que las habitaciones cerradas―. Al mismo tiempo que la camioneta iba disminuyendo la velocidad, movida sólo por la inercia, él ya tenía en las manos la cajita de lata donde solía guardar sus papeles de fumar y el tabaco. Se hizo un cigarrillo con una magistral habilidad. No le gustaban esos que venían en cajas de cartón ya preparados, prefería hacerlos él mismo, sin filtros ni cosas raras. Una vez lo hubo terminado, lo prendió y le dio una intensa pitada. Cerró los ojos mientras aspiraba el humo. En la radio AM sonaba, apacible, un viejo tango. Soltando el humo, tarareó fanfarroneando la canción que oía:

―Fumar es un placer, genial, sensual... Fumando espero a la mujer que quiero, tras los cristales de alegres ventanales...

Al terminar de decir aquello se percató, con gran espanto, que una figura oscura de pelos revueltos, parecida a la mismísima Medusa ―eso le pareció a nuestro don, que se quedó petrificado ante la presencia―, se encontraba justo al otro lado de su ventanilla y golpeaba con un frenesí inhumano.

―¡Pero por el amor de Dios! ―dijo Armando tomándose el pecho―, ¿cómo me va a pegar tal julepe, vecina?

A lo que Delalia Carmona, su vecina ―que vivía unos tres kilómetros más allá del puesto de don Armando―, haciéndole una sonrisa con algunos dientes de menos, le dijo:

―Perdón, vecino... ¿me acerca? Me vine a pata ―del pueblo, quería decir― pero se me está haciendo largo, no doy ma', encima dando medio discompuesta.

―¿Qué hacía dentre los montes, Delalia? ―le preguntó Armando.

―La deposición, gaucho, no pregunte...

«¿La deposición?». Don Armando no entendió.

No había escuchado tal palabra jamás en su vida. Delalia, dio la vuelta, se subió a la camioneta y quedó mirando hacia hacia delante, hacia la nada. Durante el trayecto ninguno soltó palabra. Armando advirtió que la doña estaba un poco verde, pero no quiso preguntar. «Es enfadoso cuando uno danda fulero y encima tiene dar explicaciones de lo que le pasa», se dijo a sí mismo y se abstuvo de hacer preguntas y comentarios inoportunos.

Llegaban al rancho de Armando cuando, de la nada, ella hilvanó, como pudo, unas palabras:

―Déjeme acá nomá, ya sigo yo caminando hasta mi puesto.

―Sí usté así lo desea... ―le dijo Armando.

―Mañana a la noche vaya, tengo asao de capón, lleve pan y vino ―le dijo Delalia.

―No tengo naida de eso.

―¡Y consiga, no sea quedao! Mañana lo espero... ―y le guiñó el ojo la muy pícara.

«Qué rara doña Delalia, así, discompuesta y todo, se me danda insinuando, guiñándome el ojo... creo que la discompostura le ha sentao bastante bien... hasta parece más guapa» se dijo don Armando, que parecía entenderlo todo... Tanto tiempo sin amor le hizo soltar un «güeno», más pronto de lo que él, en realidad, hubiera querido. Se encontró de esta manera en la obligación de ir nuevamente al pueblo a buscar las cosas que ella le había pedido. Pero era tarde para volver ahora. Lo haría al día siguiente, lo que sería una excepción, pues no solía ir al pueblo los lunes.

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora