Capítulo VIII

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A don Armando la vida le había dado la oportunidad, única, de una vivencia sin igual. No siempre se encuentra la gente con situaciones de tal trascendencia, como las que vivenció nuestro gaucho. Mucho menos da la vida una oportunidad para salvar el mundo de las manos de un vil malhechor. A pesar de los dolores del hombro y demás penas experimentadas durante todo ese tiempo, le agradecía a la vida por esas vivencias.

Además, durante su odisea, había pensado mucho y recordado hazañas y hechos de su vida que, de otra manera, hubieran quedado sepultados en su memoria por muchos años, o quién sabe, quizá para siempre.

Pero lo más importante era que el gaucho se sentía transformado hasta el tuétano.

Se había sacado la máscara. Hasta la había partido en mil pedazos, en el «Cuartel General del Führer». La máscara, que llevó por tantos años, hacía agua por donde se le viera y le impulsaba a ser un falso héroe, que hacían gala pública de sus estúpidas hazañas.

Pero Armando sabía ahora, porque la vida se lo demostró, que los verdaderos héroes no llevan máscara. Se pasean sin disfraces, porque nadie sabe quiénes son ni qué han hecho para torcer el destino en provecho de la paz y la libertad.

Él era uno de ellos.

Un muchacho, cuyo traje de mozo le quedaba fatal de lo grande, se acercó y le dejó con notable falta de agilidad, un café y unas medialunas apoyadas sobre la mesita del tren. A los nervios del mozo primerizo seguro se sumaron los que eran producto de la pesada mirada de Betún, mirada que, desde la silla, se clavaba en las medialunas con un interés desbordante, al punto que intentó subirse a la mesa cuando el mozo estaba dejando el café.

Aquella situación, sacó de momento a don Armando de su meditación, que el hipnótico pasar de los molles y jarillas le había causado. Era el mismo efecto que le causaba caminar. En cuanto el mozo logró superar las trampas de Betún y se fue hacia otro vagón, Armando le ofreció una factura al michifuz.

Se volvió de nuevo hacia la ventana y siguió pensando.

Antes de marcharse a Bariloche, Jan le había dejado unos billetes extras ―además del pasaje de tren―, pues su vestiduras, sobre todo la bombacha blanca y las alpargatas, habían quedado totalmente maltrechas por la odisea. Pensó nuestro gaucho en reutilizar el traje de Führer, pero le dio un escalofrío al imaginarse a sí mismo metido en el aquel traje mientras desparramaba la alfalfa para las ovejas en medio del corral, arreglaba un alambrado o andaba a caballo.

«Sería como un Führer gauchesco», pensó y se le escapó una risa.

Era un hecho que necesitaba sus pilchas de toda la vida. Entonces, antes de irse de Buenos Aires, invirtió algo de dinero en algunas tiendas del centro. Pensó, al son del paso de las jarillas, que a pesar de que Jan había sido muy generoso, la suma sólo le alcanzó para comprarse una bombacha y, digamos, media alpargata. En las gaucherías de Buenos Aires cualquier cosita costaba un ojo de la cara, había concluido don Armando.

Recordó que tuvo que revisar en su morral y completar el costo de la alpargata que le faltaba con un billete suyo. En la búsqueda en su morral, comprobó de pasada y con gran sorpresa, que yacían en el fondo los papeles de fumar y el tabaco que había metido antes de partir hacia su viaje.

Pensaba ahora, que no había fumado ni una sola vez en lo que iba de su odisea. Y tampoco sentía ganas. Eso era bueno.

El tren avanzaba. Lo llevaba de nuevo a sus... «pacíficos pagos»...

«Que de momentos se ven enturbiados por unos nazis locos que largan a su suerte caminantes pudridos. O por bandoleros asesinos. O militares grandilocuentes. O vientos vuelatechos. O nevadas tapaovejas... ¡Uff, cuántas cosas!, al final no es tan pacífico», pensó.

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora