Capítulo V

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Armando se quedó viendo el cuerpo inmóvil que yacía a su lado, apuntando el rostro hacia él. Los tajos goteaban sangre. Como pudo, se incorporó y quedó sentado en el suelo.

Delante había un joven de unos veintitantos años, pelo castaño a rubio y ojos celestes. Limpiaba con esmero su larga daga con una tela que había sacado de la mochila. Llevaba una camisa, teñida claramente de azul con anilina y, por encima, los tiradores del pantalón. En un momento el muchacho dejó de mirar el cuchillo y dirigió la vista a don Armando.

―Le dijo Ambrosio que use el banderín azul.

El gaucho llevaba el banderín metido en el morral. Le había sacado el palo para pasar desapercibido ante cualquier dueño de campo que estuviese armado.

―¿Cómo sabe lo que me dijo? ―fue lo único que atinó a decir Armando en ese momento, refiriéndose a don Ambrosio.

―Lo vengo siguiendo desde hace días, señor. No sé lo que le dijo Ambrosio, pero sí sé que él descubrió por cuenta propia que el azul espantaba a los caminantes.

―Veo... ―dijo Armando, aún exhausto.

Por un momento se quedó viendo al joven con un dejo de preocupación.

―¿Por eso usa esa camisa?

―¿A usted qué le parece? Igual, yo sabía eso de mucho antes.

El rubio agachó la vista, limpió un poco más su cuchillo y continuó:

―¿Lo ha notado? El azul es un color muy poco natural, apenas puede encontrarse en algunos insectos y flores... en los ojos, en el cielo. ¿Sabía que en la antigüedad describían el azul del mar como un color vino oscuro y al del cielo como bronce? El azul no existía, porque no existía un nombre para ese color...

Al notar que don Armando estaba un tanto ido, el joven procuró ir al grano:

―Los caminantes odian el azul. Les daña la vista, no están preparados para soportarlo... Por eso caminan mirando el suelo y se espantan con los banderines azules. Por cierto, usted debería usar el suyo... si su deseo es mantenerse con vida, claro.

―¿Por qué me sigue? ―preguntó don Armando.

El rubio no le daba confianza, ¡y bastante razones tenía para desconfiar de él!

En primer lugar no le daba confianza porque podría ser un caminante encubierto... de esos que todavía están fresquitos. «Vio cómo son estos pudridos que se ven muy bonachones hasta que...», se decía para sus adentros. De ser así, sería cuestión de tiempo para que el rubio empiece a decir sandeces, se vomite el hombro y comience a querer comerle el rostro. Lo típico... Esperaba que eso no sucediera porque ya había tenido suficiente cuerpo a cuerpo.

En segundo lugar desconfiaba, porque unos días antes, unos bien parecidos al rubio le habían extraído sangre e inaugurado alrededor de ese evento el sinfín de desventuras que había vivido con los podridos caminantes.

De cualquier manera nuestro gaucho no era un insensible; era consciente que este rubio le había salvado la vida. Además, tenía pinta de ser una buena persona... y hablaba demasiado bien español, al menos bastante mejor que los otros dos.

Pero ¿qué era eso de desconfiar por el color del pelo o de los ojos? Él mismo tenía ojos verdes y esto nunca había sido motivo de bromas o desconfianza entre quienes tenías ojos negros...

―No se preocupe, Armando, estoy acá para ayudarlo. Le voy a explicar todo, pero primero debería lavarse la cara y las manos. Se ve fatal ―el rubio sacó una botella de agua y se la acercó―. Límpiese tranquilo, tengo una cantimplora extra. En San Antonio la recargo.

Armando se paró haciendo un esfuerzo. Aún le temblaban las piernas. Buscó su mochila y extrajo el jabón. Con la ayuda del rubio, que le sostenía la botella y le vertía el agua, se lavó la cara y los brazos lo mejor que pudo.

―Al parecer va a seguir... ―le dijo Armando, resignado, mientras se lavaba las manos.

―Verá que sí, señor. Creo que es lo más adecuado.

―¿Cómo dijo que se llamaba?

―Aún no se lo he dicho. Me llamo Jan Brauer. Como habrá notado soy alemán, bueno... de origen alemán. De cualquier manera, llevo más de quince años viviendo aquí. Larga historia. Espero poder contársela en lo que va del viaje.

Armando buscaba algo con la vista. Jan se percató de ello.

―Está bien, lo vi irse hacia allá ―señaló Jan― seguro está limpiándose. Iba rengueando, me temo que el podrido le rompió una pata. La verdad que nunca había visto un gato defendiendo de forma tan ferviente a su dueño. ¿Fue siempre así?

Armando se quedó pensando un momento. Estuvo a punto de decir lo que siempre decía en esas ocasiones, es decir, que su gato estaba loco. Pero en cambio le dijo:

―No. Dantes era un gato... ―pensó por un momento y se corrigió:― quiero decir; vio cómo son destos gatos, no les importa naida ni naide... Pero desde que emprendí mi viaje ha estao siguiéndome de cerca. Disde que lo tengo nunca había hecho cosa semejante ―contestó pasmado don Armando.

Pensó por otro largo rato. Estaba meditabundo.

―¿Sabe? ―soltó por fin―, no sé si es que he estado mucho tiempo solo o qué, pero además de seguirme, creo que de vez en cuando me habla. No me tome por loco, pero creo que sí. El otro día lo escuché diciéndome algo.

―¿Qué le dijo?

―Me dijo 'Ajám'.

―¿Sólo eso?

―Sí. ¿Le parece poco? Mire que lo escuché ben clarito...

―Pero pensó que era inaudito ―le completó el rubio―. Pensó antes que estaba volviéndose loco...

―Así des.

―Los gatos son raros, puede que esté poseído o algo... me parece totalmente posible.

Jan sonaba como si le estuviera siguiendo la corriente, o peor aún, como si le estuviera tomando el pelo. Pero no había nada más alejado que eso. En verdad creía que era posible, había visto y oído tantas cosas extrañas en los últimos tiempos que... una raya más al tigre...

―A veces se quedan mirando a la nada ―agregó Jan, tratando de agregar algo a lo anterior―, como si en realidad estuvieran viendo algo más, algo que nosotros no podemos ver...

La conversación había llegado a un punto en que se había tornado lacónica, como si sólo Jan fuera a conversar. Armando pensaba en otras cosas. Jan decidió dejarlo en paz. Después de todo, lo que había pasado con el payaso le había consumido todas las energías y el pobre gaucho estaba maltrecho. Necesitaba descansar y organizar un poco su mente. Y sucedía también que nuestro gaucho no era muy hablador...

Por su parte, Armando pensaba que, a pesar de que todo se estaba poniendo muy extraño, no sentía ni el más mínimo rastro de miedo, como hubiera sucedido antes. Por el contrario, ahora sentía una extraña sensación de paz. Tenía el presentimiento que su vida tenía una finalidad, un sentido. Liberado de la flor negra, se sentía más capaz que nunca de llevarlo a cabo, a buen puerto.

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora