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Después de refrescarse en el agua, sentados, ya en las tibias arenas del mar patagónico y viendo el hermoso atardecer que les regalaba el mar, siguieron organizándolo todo. La experiencia no les hizo olvidar que aún tenían que salvaguardar al planeta de la tiranía y su eventual desenlace. ¿Entraría el pobre en una nueva guerra?, se preguntaba don Armando, un tanto incrédulo, mientras observaba un pequeño punto en el horizonte del mar, que crecía a cada momento.

―¿Usté cree que sea posible una nueva guerra, rusito?

―No sé, señor. Presiento que sí.

Armando creía íntima e ingenuamente que después de los horrores de la última guerra, la humanidad se habría quedado sin antojo de iniciar un nuevo enfrentamiento armado. Pero luego recordó lo que le había dicho Gilberto, lo del crecimiento exponencial de la maldad en la guerra, y se le pasó. Entonces pensó lo contrario; que era muy probable.

―Si no es la naturaleza con sus pestes, soimos nosotros con estas guerras hediondas quienes nos buscamos solitos los problemas ―dijo con sabiduría nuestro gaucho.

―Y esas guerras, a su vez, se tornan cada día más peligrosas ―agregó Jan.

―Hay que parar a ese zángano ―soltó don Armando decidido.

―Eso haremos, señor.

―¿En Güenos Aires? ¡Usté me está metiendo en un baile de aquellos, rusito!

―¿Yo?, ¡su clon! ―rió nerviosamente Jan.

Armando se quedó viéndole con cara de nada.

―Y güeno, ¿cómo vamo'a dir a Güenos Aires? ¿Tiene idea?

―Ve ese puntito que se divisa a lo lejos ―lo veía; lo había observado con suma atención hacía apenas unos segundos―, pues nos iremos en eso. Atraca, recarga y a las diez de la noche zarpa desde el puerto, bueno, el viejo puerto, que está a nuestra izquierda. Aún sirve para algunas operaciones.

Armando miró hacia la izquierda.

―Desde donde estamos no se ve ―le dijo Jan, como leyéndole la mente―. Hay que caminar un poco más por la costa.

―Ta bien...

―Es una fragata del ejército, solicité que nos reserven dos espacios, y como formo parte del ejército y de las fuerzas especiales, accedieron sin más... Pensé que a usted también le gustaría viajar por mar así que...

A Armando le latía el corazón con fuerza. Había creído siempre que lo más parecido a un barco que vería en su vida serían sus pequeñas piezas en botellas, las que coleccionaba en una de las paredes del racho. Habiendo pensado esto, recordó que llevaba en su morral el pequeño barquito en una botellita de whisky.

―¡Ma' vale que sí! ―dijo don Armando, aún revisando en el fondo del morral.

La encontró y se la acercó a Jan. La primera impresión que le dio fue que no era precisamente una maravilla. Al creador le habían faltado algunos detalles.

―¿Dónde la compró? ―preguntó Jan, que intentaba con todas sus fuerzas ser cortés.

―¿Comprar? La hice yo mesmo. De las primeras que hice. Siempre me engustó el mar. De niño me pasó una desgracia. Una vez, en una laguna, me picaron los piojo'e pato. Disde entonces le tomé recelo al asunto. ¡Ni yo sabía lo que me estaba perdiendo!

Al ver la indiferencia de Jan por su obra, medio enojado, se la quitó de la mano y la devolvió al morral, no sin antes mostrárselo, también, a Betún. El gato estiró la cabeza y le dio una olfateada indiferente. Luego volvió a su posición anterior. «¡Otro desinteresao!», pensó Armando en alusión al michifuz.

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora