10

172 30 46
                                    

Caminó entre dos montañas bajas pero extensas, llenas de piedras gigantes y cuevas. Allí se sentía protegido por los gigantes que tenía a su lado. Algo que vio a lo lejos le llamó especialmente la atención. Podía divisar unos pequeños puntos de tonalidad azul en el faldeo de la loma que estaba a su derecha, allá por donde la montaña se volvía elevada. Poco a poco se fue acercando, aunque dudó varias veces, pues, no quería ser visto. Al avanzar, los puntitos azules adquirieron su verdadera forma: era banderines azules. Muchos. Ondeaban con la briza. Estaban distribuidos alrededor de una cueva que era muy profunda, pues no podía verse su interior.

Armando pasó lo más silencioso que pudo por el frente de aquel extraño campamento en mitad de la montaña, tratando de no pisar piedras que terminen haciendo alboroto. Lo estaba haciendo de maravillas. No obstante, oyó ―y pudo ver de reojo― que alguien salía de la cueva y se había quedado allí en completo silencio, observándole pasar. Siguió caminando al mismo paso calmado, esperando no llamar ―aún más― la atención de aquel hombre que lo miraba. Hasta que el de la cueva soltó:

―Oiga, ¿a dónde va? ―dijo, sosteniendo un mate.

Armando se volteó, haciéndose el sorprendido por la presencia de una voz en medio del campo. Por dentro pensó que había sido una pésima idea haber ido por entre las montañas. Debió haber ido, mejor, por el campo abierto.

―Hola, gaucho, ¿necesita dalgo? ―le preguntó Armando.

―Tengo de toido, ¡por suerte! ―levantó una pava llena de hollín―, ¿Me acompaña en la mateada?

―Voy con apuro.

―¡Pero déjese de embromar! Se nota que usted no lleva apuro. Venga y déjese de chácharas ―le recriminó el avasallante viejo de la cueva.

Este lo dejaba sin alternativas.

Premeditó un momento: Tomaría tres mates, cruzaría cuatro palabras y se marcharía en menos de cinco minutos, tratando de comunicar lo menos posible sobre el porqué de su andar. Si aquello le hubiera pasado en el pueblo, podría haber inventado mil excusas, pero en medio de la nada, ¿qué otra podía hacer?

―Ya que insiste... ―le dijo falsamente nuestro gaucho, y comenzó a subir la cuesta hasta la cueva.

Se le hizo una eternidad.

El sol recalcitrante, el ya cansado cuerpo y las ansiedad de ese momento eran, sin duda, los causantes de tal eternidad. Paró un segundo y miró los banderines usando su mano de visera, pues el sol le entorpecía la visión.

―¿Pa' qué son estos?

―Le diré cuando usted me diga pa' qué danda con un gato a cuestas.

―Me sigue ―le contestó Armando―. Ta' chiflao.

―¿Y su perrada? Supongo que debe tener... que paisano no ―preguntó el viejo.

―Los dejé atao. Usté tampoco tiene ―le respondió Armando.

Había llegado hasta la elevaba cueva.

El viejo dejó el mate y la pava en la tierra para tomarle con ambas manos, como si estuviera contentísimo de verlo. Habiendo sido contestada la pregunta del gato, el viejo de la cueva prosiguió sin preámbulos:

―Sí tengo... perros, quiero decir. Están en el rancho. Y a la primera ―refiriéndose a la pregunta de los banderines―, le digo que los pongo pa' evitar que el demonio intente dentrar a este, mi resguardo.

Recordando su voz interior, que le insinuó que las fogatas habían llamado a Dumancia, Armando soltó sin pensarlo:

―No vaya a ser que por querer ahuyentarlo termine invitándolo a pasar...

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora