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Al llegar, notó Armando la verdadera magnitud del asunto.

Incluso antes de llegar ya podía sentirse el olor a carne podrida. El rancho estaba rodeado por estos seres. Los había por doquier. Apoyaban la cabeza en los árboles, otros sobre las paredes de adobe del rancho y otros en las columnas de madera del alero. Habían, también, los que se sentaban en el piso. Balbuceaban palabras ininteligibles. Allí se quedaban por interminables momentos, hasta que decidían cambiar de lugar y sentarse en otro lugar.

Había unos tendidos en el suelo, algunos boca abajo, inmóviles.

―Los tendidos son los que acuchillé yo ―dijo Ambrosio, como orgulloso de sí―. Después me acobardé y jui pa' la cueva. El olor asqueroso te dentra por la nariz y no se va con nada.

―¿No le da miedo de dir preso, don Ambrosio?

―¡Ja! De qué me está hablando, gaucho, ¡destos pudridos no tienen validancia legal!

―¿Y cómo está tan seguro?

―Porque aquí está el original ―dijo Ambrosio, señalándose a sí mismo― y allí, tirao, tá la copia.

Nuestro gaucho observaba atónito la escena. Ni en sus pesadillas más horripilantes había visto algo así. Estaba bien claro que detrás de todo eso había algo bien gordo y que la situación era más bien grave. Quizá era sólo aquí, o quizá era en el mundo entero. No estaba seguro. De lo que sí estaba muy seguro es que era la oportunidad perfecta para afrontar sus temores más profundos.

Los cuatro perros, que alguna vez fueron de Ambrosio, estaban allí. Uno caminaba entre los demonios como si estuviera hechizado, con un andar blando y relajado. Los otros también, pero estaban echados, jadeantes, entre los cuerpos podridos del suelo. Cuando Ambrosio vio por primera vez el extraño comportamiento de los animales, que no respondían a él, se quedó consternado. Siquiera a sus gritos respondían, y cuando probó tomar a uno y llevárselo junto a él, la criatura le mostró las fauces e intentó morderle. Lo liberó y se fue sin ellos.

―Dalgunos hablan lo ma' bien ―soltó de pronto Ambrosio―. Son los que están ma' enteros. Después se ponen taciturnos y balbucean numás, como este ―dijo, apuntando con el mentón a uno de los podridos, que decía cosas ininteligibles.

El viejo, Armando y Betún, que se pegó a los pies de su dueño, se metieron entre los muertos caídos hasta llegar al alero que cubría tanto la puerta del rancho como a otra de una habitación que daba hacia afuera. Ambas puertas tenían clavadas una media azul; más que suficiente para evitar que los demonios andantes quisieran siquiera arrimarse. Luego de remover el alambre que la mantenía cerrada, la puerta se abrió de par en par, de tal manera que esta se detuvo en la pared del interior de la habitación. Entraron. Era donde el gaucho Ambrosio guardaba su recado, cueros, fardos de pasto y herramientas. Del techo, colgaba una caja recubierta con tela mosquitera en la que protegía la carne contra las moscas. Allí dentro había mucha carne. Ambrosio sacó con su cuchillo un pedazo generoso, lo envolvió en arpillera y se lo dio a Armando.

―Tome, gaucho, le va a hacer falta pa' la odisea.

―Muchas gracias, don Ambrosio. ¿Está seguro que no quiere acompañarme?

―Estoy aquerenciao aquí... Voy a ver cómo me deshaigo de estos pudridos numás. Tengo la esperanza'e...

»¡Qué dentró un mugroso! ―se interrumpió a sí mismo, de súbito, don Ambrosio.

El mugroso venía a paso ligero, directo hacia ellos. La media que debía protegerles había quedado oculta junto a la puerta, eso facilitó que el podrido entrara. Ambrosio se sacó el banderín de la espalda y con unos ágiles movimientos se lo refregó en la cara.

―¡Juira!

El podrido se paró en seco, se giró y salió despavorido hacia afuera.

―...de encontrarle la güelta ―completó la frase don Ambrosio, como si nada hubiera pasado―. Por cierto, don Armando, quédese el banderín, le va a venir al pelo pa' cuando alguno se le quiera hacer el pícaro, como este loco. Sáquele el palo si no quiere llamar la atención de naide.

Hizo lo que sugirió Ambrosio. Le sacó el palo y puso la tela en la mochila. No quería llamar la atención de algún dueño de campo armado con algún fusil de guerra. Armas así podían, incluso, matar a un hombre desde una distancia de mil metros o más. Recordó entonces don Armando el día que aparecieron varios soldados argentinos en la estancia para ofrecerle fusiles y otras armas de fuego y municiones al dueño. Era para que los productores pudieran diezmar la población de guanacos que competían con sus ovejas y así volver más productivas las tierras.

A don Armando esto no le hacía nada de gracia. Creía que un arma era para usar en últimas instancias, cuando de verdad fuera necesario cazar un animal, para no morir de hambre o como una herramienta de disuasión. Había convertido su campo en una especie de santuario de guanacos. Aunque estos compitiesen con sus ovejas, prefería poseer menos ganado que salir a martirizarlos.

―¿En qué piensa, don Armando?

―Recuerdos numás...

―¡Ah! Esperece, antes que se vaya voy que mostrarle al igualito ―dijo Ambrosio.

Dieron la vuelta al rancho, y allí estaba todavía.

―Igualito ―dijo nuestro gaucho―, ¿este llegó primero?

―Ajám.

Armando, que parecía invadido de recuerdos, para variar, desempolvó otro, que vino a ser como la chispa que enciende un fósforo: Cuando era muy pequeño, viendo un camino de hormigas en la estancia, le preguntó al capataz que cómo hacían estas tal camino. El hombre no supo explicárselo con exactitud, pero le dijo que la primera hormiga emanaba un olor que hacía que las demás le siguieran. Se le prendió la lámpara a nuestro gaucho y le comunicó enseguida a don Ambrosio la genial idea que se le había ocurrido.

―Oiga, el igualito a usté se sabía el camino. Los otros numás lo siguieron. Corriendo el que acuchilló pa' otro lao, los vivos se van a correr solitos.

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora