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Para las nueve ya se sentía mucho mejor, pese al mal trago que le hicieron pasar esos doctores. El hecho de haber soportado ―a duras penas― los pinchazos, le hizo percibirse más fuerte de lo habitual y se sentía ahora una persona más valiente. Se tomó unos mates sacando pecho, se ajustó el cinturón, se puso el facón en la cintura y salió para el pueblo.

Nuestro gaucho, amaba el orden y la puntualidad. Sabía que llevando la camioneta a una velocidad estable, el viaje le tomaría aproximadamente una hora. Compraría lo necesario en treinta minutos y volvería enseguida. Para el regreso había estipulado una hora más. En total todo le llevaría dos horas y treinta minutos.

La tarde en el pueblo era deslumbrante. El sol durante su ocaso estaba más amable que nunca. En realidad no más de lo habitual, pero él estaba enamorado y se sentía fuerte por haber soportado con valía los embates de aquellos viles doctores. Llegó hasta el almacén de ramos generales y pulpería y compró vino, harina y levadura para hacer pan, «no hay mejor pan que el pan casero», pensó. La compra le tomó diez minutos, menos de lo estipulado, por lo que, aireado, decidió como buen gaucho de bigote autoritario que necesitaba mantener su estima, tomarse unas cañas antes de partir. Allí mismo las bebería.

Es en esta parte de la historia que el frenesí de don Armando Borondo comienza a denotar sus primeros y más marcados indicios. Verá usted el porqué:

A unos metros de él, en un rincón oscuro de la pulpería, había un gaucho sentado en una de las mesas, sujetando con suavidad su vaso entre las manos. Miraba hacia afuera. Armando se quedó viéndole ―posiblemente producto de la caña― la prominente cara de sabio o de figura superior que la figura emanaba. Le preguntó entonces Armando:

―Oiga, paisano, ¿sabe usté qué es la deposición?

El gaucho, serio, al que apenas podía vérsele el rostro entre las sombras, se quedó en completo silencio por un largo rato. Los segundos se tornaron horas para don Armando. Pero en un momento levantó la mirada, y sin soltar el vaso ni un momento, le dijo, con una vos sombría, hasta lúgubre:

―Usté habrá querido decir «la posesión».

Nuestro gaucho acababa de comprenderlo todo. Se le erizó la piel, pero para no evidenciar su miedo, se tomó la última copa con una lentitud que rozaba lo laxo. Luego se levantó recto como un guanaco, alzó su caja de víveres, dio las gracias al que lo iluminó con semejante revelación y se marchó del almacén de ramos generales derechito, como si nada hubiera oído.

Sentado en la camioneta languideció horriblemente; «qué lo parió, Delalia estaba poseída, jue a cumplir la posesión al monte. Hablé con el mismísimo dimonio y es por eso mesmo que me enamoré de su sonrisa», se dijo para sus adentros, mientras abría grande los ojos y se mordía el labio.

Concluyó, luego de su enredado pensamiento, que Delalia, o mejor dicho, el demonio que la había poseído, estaba tramando apoderarse él o entablar algún tipo de pacto, vaya a saber con qué fines. Era probable que quisiera proponerle un pacto de vida eterna o riqueza infinita a cambio de hacer alguna maldad que jamás se perdonaría.

Ahora, en la cabeza de nuestro gaucho daba vuelta sólo una pregunta, esencial, por cierto: ¿debía dejar al diablo en veremos y padecer las maldiciones y encantos que recaerían sobre él por tal irrespetuoso proceder, o ir y abrazarse al destino incierto y aceptar las propuestas que le tenía deparadas?

Ambas opciones le parecían aterradoras. No quería saber nada con el demonio.

Se decidió, al final, por no ir al encuentro. Por lo tanto se sometió ―según su parecer― a todos los maleficios que recaerían sobre su persona. Debía prepararse, entonces, para contener los malignos embates que el diablo le tenía preparado.

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora