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Apenas podían verse ya la comparsa en el horizonte. Por ahora estaría a salvo. De cualquier manera, Armando se sintió inseguro. No confiaba en el muchacho; ¿había comprendido este la petición? Temía que volviera con refuerzos al día siguiente o incluso esa misma tarde. Para conservar su seguridad sería mejor marcharse cuanto antes.

Se envolvió de nuevo las alpargatas con arpillera y luego rasqueteó con una piedra lo poco de vela que quedaba pegado en la pared para que no queden rastros. Alzó sus cosas, salió de la cueva y observó que no hubiera ningún rezagado entre los juntadores. Arrancó de raíz un coirón y utilizó sus amarillentos y secos tallos como escoba para borrar cualquier huella que pudiera haber quedado en el suelo de la cueva.

Luego se fue, junto a su gato, hacia donde el sol sale por la mañana.

Se reía para sus adentros don Armando ―como si no hubiera estado muerto de miedo también― al recordar la cara del joven, cuando estaba frente a él. Si decidiera volver por curiosidad, sólo encontraría huellas del gato, lo que agregaría más misterio y sorpresa a su semblante. Creería entonces el muchacho que aquel ser que le regaló la taba se hubo de convertir en gato.

Toda esta situación le recordó a una anécdota de su pasado.

Cuando era puberto vivió algo similar, sólo que con patas de perro. Durante un recorrido a caballo, había encontrado él y un muchacho que lo acompañaba, un alambrado totalmente destruido. La cuestión se retorcía cuando comprobaron que no había rastros humanos, sólo huellas de patas de perros y ovejas. Entonces se convenció a sí mismo que eran los rastros de Cerbero, el perro del Diablo. Este, había imaginado él, en su avance con sus tres descomunales cabezas y seis colmillos, había destruido, en un ataque de ira, aquella extensión de alambre para avanzar sin estorbos. Tan convencido estaba de aquello, que terminó por persuadir a su compañero, un poco más pequeño de edad, que lo que habían visto era algo sobrenatural. Como es regla en el campo, el que encuentra algo roto, lo arregla. Así que repararon los supuestos embates de Cerbero y se marcharon en cuanto pudieron.

«Hablando de alambrao...», balbuceó don Armando, mientras cruzaba uno, y siguió recordando...

Pasó esa vez cuatro noches sin dormir, pensando que Cerbero se aproximaría y se le aparecería en la ventana, luego de haber matado a todos, para vengarse de su atrevimiento reparar lo que él había destruido. Cuando, debido al terrible estupor que sentía, decidió por fin, contarle al patrón lo que había visto, el viejo dueño les dijo lo que en realidad era: cuatreros. Hombres, mortales, delincuentes que habían roto el alambre para pasar las ovejas de una propiedad a otra. Para que no quedaran rastros que los delataran, pusieron cueros lanudos de oveja en sus pies y en las patas de los caballos para suavizar las huellas, pero se les debió haber escapado a estos el perro.

De no haber sido que estaban tan atolondrados y asustados, Armando y su compañero hubieran podido encontrar a los cuatreros con las manos en la masa. Desde aquel día supo que no siempre hay que dejarse llevar por la imaginación, pero en la práctica, poco y nada hizo caso a esa revelación. Su imaginación ganaba casi todas las veces.

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora