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Armando sintió algo en la espalda. A juzgar por el escozor eran unas filosas uñas. Eran en realidad cuatro los puntos de presión, dos de los cuales tenían uñas que se clavaban en la piel. Lo que sea que montaba la espalda suya, estaba teniendo un espasmo. Lo sabía porque los cuatro puntos vibraban al mismo tiempo. Giró la cabeza el gaucho para ver por encima.

―¡Betún!, ¿qué hace ahí?

El gato había estado recostado en la espalda de don Armando de vaya a saber cuándo. Luego de una siesta vespertina, el elegante felino se había levantado, estirado de manera bufonesca y vuelto a sentar.

Caía en cuenta Armando que ya no estaba en medio de la noche, caminando entre la nieve y la escarcha, siendo rescatado por un joven de benévolos ojos, sino con un coirón haciéndole cosquillas en la cara y con las manos metidas en dos pocitos en medio de una tarde nublada y cálida, extremadamente rara.

Y un gato en la espalda, claro.

«Las raíces», pensó para sus adentros, mientras volvía en sí. Y volteó a mirar hacia las raíces ya medias secas, expuestas al cavar los hoyuelos. Observarlas le ayudaba a mantener la concentración, como cuando se levantaba tratando de recordar un sueño.

Si bien aquello que había vivenciado era un recuerdo concreto de su vida, lo experimentó como si fuese un sueño en extremo vívido. Nunca en su vida le había pasado cosa similar.

―Raíces profundas, Betún ―le dijo al gato, sorprendido.

―Ajám ―le contestó el gato.

―¿Betún, usted...? ―se dio vuelta para verlo.

El gato lo observaba con la misma cara de nada de la otra vez, cuando lo delató ante el joven arreador de cachetes colorados, allá cuando andaban escondidos entre las montañas y las cuevas.

Y luego de una pausa el gato por fin dijo:

―Miau.

―¡Ay, Juna, me estoy volviendo loco! ―soltó don Armando.

Con gran suavidad fue moviéndose para cambiar la postura. Mientras tanto parecían una torre compuesta por un gato y un humano; si alguien los hubiera visto, la escena le habría parecido, como mínimo, hilarante. Su intento fue difícil, ya que Betún no tenía, al parecer, muchas intenciones de bajarse. Así que nuestro gaucho tiró la cabeza hacia el piso, de forma tal que el gato comenzara a caer por gravedad.

Y eso hizo. Medio de mala gana, Betún dio un salto hasta el piso.

Armando se sentó y estiró las piernas en el suelo ―había una suave y tibia arenilla―. Acercó con sus manos al gato hasta su regazo, que ronroneaba como un tractor. Aún seguía muy meditabundo por todo lo que había recordado. En su larga vida había hecho intentos infructuosos por recordar esos hechos y érase ahí él, frente a este maravilloso regreso.

Aquel recuerdo había producido en él todo tipo de sentimientos y extrañas sensaciones. En primer lugar una enorme felicidad, mezclada con una extraña calma por haber hallado en su memoria ese recuerdo tan importante. Esto le producía un extraño cosquilleo en la panza.

En segundo lugar algo de nostalgia.

Y por último, pero muy importante, tristeza por sus padres. ¿Qué pudo haberles pasado? Su recuerdo no le permitía deducirlo. Supuso que algún percance con los bandoleros, pero él nunca los había visto. Sólo recordaba esas extrañas sombras en la ventana durante la noche que se quedó solo. Quizá con un poco de suerte lograría recordar algo más, pero no estaba realmente seguro de conseguir otro recuerdo tan vívido como el que tuvo hacía poco menos de cinco minutos.

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora