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Pasaron los días, y el verano dio paso al invierno. Hasta ese entonces, los augurios del gallo no se habían materializado. No fue hasta el día anterior del equinoccio de invierno, cuando se produce la noche más larga del año, que los pronóstico del dos patas dieron en el blanco.

«Gallo pavo», habría dicho Delalia, al oír uno de sus tantos cantos a pleno sol, que después de la primera vez, volvió a repetir en numerosa ocasiones.

Don Armando le había enseñado a Delalia ―no sin bastantes disgustos― a manejar. Así pues, la doña acababa de marcharse para su rancho a las coleadas en mitad de la noche y entre la nieve. Parecía una piloto de rally en una pista de Dinamarca. A pesar de que estuvieran arrimados, como decían ellos, habían decidido que cada uno seguiría viviendo en su respectivo rancho. No porque fueran unos innovadores, visionarios del nuevo milenio... sino más bien para que ninguno de los ranchos se le viniera abajo por el abandono. Al cabo de algunos meses, la humedad hace de las suyas en el adobe.

Armando había retomado la construcción de su fragata.

Le tomó más de tiempo del previsto, pues se propuso agregar detalles y hacer tres figuras extras que fueran el Capitán y él, cerca del puente de mando, y Jancito lavando la ropa en la proa. Así, cuando contemplara la fragata en la botella recordaría siempre ese grato momento. No podía sacarse la sonrisa mientras lo hacía, y no veía el momento que el muchacho cumpliera con su promesa de ir a visitarlo.

Le mostraría encantado su obra.

Le había dicho Jan que era prudencial esperar al menos un año, por lo tanto, faltaban seis meses para el reencuentro. Eso le desanimaba un poco, pero Jan era tan estricto con esas cosas que era lo más probable que, al cabo de ese tiempo, le diera el muchacho la alegría.

Entre detalle y detalle se le hizo de madrugada. Tan tarde, que fueron las tres y treinta y tres de la madrugada. Prevalecía aún la costumbre de tantos años de insomnio. Estaba pegando, con un monóculo en el ojo, la palangana de Jan en la fragata cuando, al ver que la palangana no quería pegarse a la proa, soltó un «cosa'e Mandinga». Puso más pegamento y lo intentó otra vez.

De repente, aproveché la hora y el hecho de haber sido invocado, para aparecer.

Supuse que mi presencia sería la última de las pruebas que tuviera que vivir nuestro gaucho en relación con sus miedos. Si la superaba, entonces sería cierto que había aventajado con creces sus miedos más profundos. Ya esperaba yo que se tirara al piso e intentara llegar a culo hasta su escopeta, mientras elevaba sus súplicas de Vade retro Satana al cielo, que por cierto, esas súplicas... a mí eso me no me van ni me vienen. Pero sucedió algo sorprendente:

El gaucho ni se volteó a ver.

Supuse, entonces, que estaría paralizado de miedo al escuchar mis pasos acercándose poco a poco desde una de las esquinas de su habitación.

Pero enseguida comprobé que me equivocaba rotundamente.

Terminó de pegar la palangana y se volteó al mismo tiempo que se sacaba la lupa monóculo. Se me quedó mirando de pie a cabeza y luego me dijo, como si nada hubiera pasado:

―Me lo imaginaba más fiero...

No había dudas que había superado su flor negra.

―Prejuicios, don Armando ―le dije, volviendo la capa a su lugar, que había elevado para dar más estupor.

―Eso sí... vil seguro.

―Me temo ―dije mientras que me sentaba en su cama, con algo de desgano, notando los mismos prejuicios de siempre― que voy a tener que contradecirlo.

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora