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Si Delalia no estaba muerta de antes, entonces la había matado. Ahora cargaba con una enorme culpa, pues, su intención no era dispararle. Pero aquel demonio no se detuvo ni un segundo en su intento de atentar contra él, a través del poseído cuerpo. Se sentía un asesino. Ya estaba imaginándolo todo; la captura, el juicio, la cárcel... Tendría para la policía, el agravante de haber ocultado el asesinato, ¡y de necrofilia!, pues aquel cuerpo parecía estar muerto de hacía muchísimos días y estos no creerían lo de la posesión.

Las fichas le estaban cayendo una a una.

Delalia permanecía en el suelo, con el rostro pegado al piso, las manos estiradas a los lados y las palmas hacia arriba. Los tupidos y grasosos pelos formaban un redondel en torno a cabeza. El hedor era pestilente y penetraba en la nariz; sabía a podrido, mezclado con un fuerte olor a azufre y ácidos inenarrables.

Fue saliendo Armando muy lentamente de su aturdimiento y tristes pensamientos, producto de las espantosas escenas que acababa de presenciar. Se levantó y se quedó un momento viendo la figura tendida en el suelo. Juntó coraje y, levándose el pañuelo a la boca para evitar respirar el fétido olor, le tocó la cabeza con un pie. La sensación de que sus dedos, sólo separados por la tela de la alpargata, estaban hundiéndose en aquella tupida, fría y húmeda cabellera, le generó una gran repugnancia. Aplicando un poco más de fuerza con la intención de verle el rostro, logró a duras penas girar la cabeza de Delalia. El color de la piel se había tornado a un verde agua, tenía la boca abierta y estaba repleta de pequeños y profundos agujeros de bordes redondeados producidos por los perdigones de la escopeta. De alguno de ellos emanaban gotas de sangre que iban dejando en su recorrido un cordón rojo sobre la piel. Era, de todas maneras, menos sangre de la que esperaba debía emanar de semejantes agujeros.

Se ató el pañuelo haciéndole un nudo, de tal manera que le tapara la boca, y procedió a sacar del rancho el cuerpo inanimado. Lo tomó de los pies y lo arrastró en dirección a la puerta. Una vez afuera, en la oscuridad de la noche, se detuvo y miró hacia todas las direcciones. Betún, que se había escondido más allá, salió de su escondrijo y se acercó pausadamente al cuerpo de Delalia. La olfateo con cuidado de no tocarla y, con asco, se retiró a sentarse un poco más allá sin dejar de verle en ningún momento. Los dos perros de Armando hicieron algo parecido, aunque demostraban estar bastante más interesados que Betún. No se la querían comer; tenían los canes una gran curiosidad.

«¿Y adora qué?», pensaba mientras tanto don Armando.

Estaba lleno de miedo y este se mezclaba con una gran tristeza. Si quería seguir adelante con su vida tenía que hacer algo con el cuerpo de Delalia, aunque suene espantoso. Así, arrimó la camioneta a la puerta del rancho y lo subió a la batea, para llevarlo bien lejos y enterrarlo, en plena noche, en algún lugar donde nadie pudiera encontrarlo.

Medio a la fuerza y sin su permiso, los perros se subieron a la batea y escoltaron el cuerpo, uno a cada lado. Este comportamiento llamó su atención sobremanera. Armando intentó bajarlos tomándolos con la mano, pero los canes se retorcían en la batea como una gelatina, esquivando los manotazos de don Armando. Ni uno de los perros atinó a bajarse. Estaban decididos a permanecer allí, cerca del cuerpo.

La idea de andar haciendo eso en plena noche, sobre todo después de lo que había sucedido, no le hacía ninguna gracia pero tenía que hacerlo. Era ese el mejor momento para ocultar las pistas de su homicidio, aunque se convencía cada vez más de que Delalia estaba muerta de antes, incluso quizá desde cuando la encontró en el camino, pidiendo que la acerque a su puesto. Por otro lado, la poca sangre que se derramaba por los agujeros que le había producido con el escopetazo le reforzó la sospecha. El hecho de que los delimitados surcos de sangre, que emanaban de aquellos huecos, corrieran tan lentamente por la piel de adefesio le hizo suponer que al momento del disparo la sangre ya no estaba circulando por las venas. Esa idea le tranquilizó.

«Pobre Delalia, pero era el mesmísimo demonio», balbuceó Armando mientras la observaba, medio retorcida, en la batea de la camioneta.

Los perros se bajaron de un salto cuando Armando les abrió la puerta. En medio de la oscuridad de la noche, sólo iluminado por la luz de marcha atrás de su camioneta, hizo un pozo con la profundidad de la cintura. Se subió a la batea dispuesto a tirar el cuerpo al pozo cuando sucedió lo inesperado.

La mano izquierda de Delalia sujetó la suya, al parecer, sin intención alguna de soltarle. El martirio de nuestro gaucho parecía no acabar jamás: allí la tenía a Delalia, nuevamente, con los ojos abiertos de par en par y una sonrisa de oreja a oreja, dispuesta a vaya saber qué cosa.

―¿¡Qué quiris, demonio hediondo!? ―gritó desconsolado Armando, mirando hacia el cielo, casi llorando.

Lo que hizo luego aquel fétido engendro fue terrible: levantó la mano derecha y comenzó a comérsela sin más, arrancándose con los dientes pedazos del antebrazo y masticando la carne podrida. La cosa se estaba poniendo muy fea. No entendía por qué aquel demonio se empedernía en acosarlo al punto del infarto. Aún con carne verdosa en la boca, el ser le contestó:

―Que comamos juntos, como habíamos pactao.

Armando no aguantó. Sacó su facón y se lo clavó de un golpe en el cuello. La figura seguía retorciéndose y haciendo extraños gestos. Armando comenzó a mover el cuchillo hacia los lados con la intención de decapitarla.

La fría mano de Delalia dejó de apretarle.

El cuerpo había quedado inmóvil, mas no la cabeza, que seguía retorciéndose e intentando decir groserías. Hasta que en un momento, como quedándose sin energía, dejó de balbucear y de moverse. Sólo se veía un pequeño tic en la comisura izquierda de la boca.

Desesperado, Armando tiró el cuerpo en el pozo con el mayor de sus esfuerzos. Este cayó en el fondo, desplomado y retorcido. Pateó la cabeza, empujándola hasta el borde de la batea y dejándola caer también. De un salto, bajó de la camioneta y comenzó a tapar la excavación lo más rápido que pudo.

Una vez hubo de taparlo por completo, lo apisonó saltándole encima y a continuación intentó instar a los perros a subir a la batea para marcharse cuanto antes, pero estos, lejos de hacerle caso, querían quedarse allí, justo encima de la tumba. Se extrañó sobremanera don Armando de la conducta de sus perros, pero no lo pensó dos veces; se iría de aquel lugar con o sin ellos. Se subió a la camioneta y arrancó, apretando el acelerador hasta el fondo y rezando mil padres nuestros y mil aves marías.

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora