5

199 36 25
                                    

Durante el viaje de vuelta podía ver como el alba, justo enfrente, comenzaba a iluminarle la cara y entraba a la cabina de la camioneta, como una suave y cálida luz dorada. Esto le aliviaba. Todo sería más llevadero durante el día. De todas formas tenía que pensar muy bien cuáles eran los pasos a seguir. Pensó que lo más adecuado sería huir, porque no quería vivir nunca más una noche como la que le había tocado pasar. Nada le aseguraba, experimentado los retorcidos hechos, que Delalia no saliera de su tumba y volviera al rancho la siguiente noche.

También era buena idea marcharse porque ahora era un flamante asesino, y por lo tanto sería cuestión de horas o con suerte días para que la policía se presentare en su puesto y le interrogara, cuando alguien denuncie la desaparición de Delalia, cosa que suponía sucedería de manera indefectible.

Así fue que Armando, sintiéndose un ser despiadado y malo, trató de borrar las evidencias que Delalia había dejado en su rancho. Se había propuesto, por lo tanto, salir impoluto de la situación.

Lo primero que hizo al llegar al puesto fue abrir el galpón y buscar un bote vacío de pintura de veinte litros al cual le puso dos tercios de agua. Agregó dos litros de cloro y un litro de vinagre, este último a fin de anular el pestilente olor que había dejado Delalia, además de limpiar de energías negativas residuales que pudieran haber quedado en el interior del rancho. La bruja buena, la que solía visitar de niño, le había dicho que use ese líquido para espantar malas ondas. Primero le había dicho, recordaba:

―Armando, tiene usté que saber que hay maneras de impedir que el diablo entre a sus aposentos. Use ―le dijo la bruja, con un apacible tono―, una medalla de San Benito y esta impedirá que el demonio o cualquier persona dañina, entre a su casa.

Y en efecto, la medalla azul lo había logrado, hasta cierto punto, al impedir el acceso del demonio de Delalia por la puerta de su casa, pero no logró impedir que entrara por la ventana. Siguió recordando Armando, mientras repasaba una esquina, que la bruja buena se levantó de su banqueta y se dirigió hacia la cocina. Después le dijo:

―Tenga en cuenta que una vez que sospeche que la maldad está hecha, debe usté utilizar otros modos para limpiar sus aposentos. Utilice esto ―dijo, levantando una botella de vinagre―. Hará que los malos espíritus y malas vibras se vayan de su casa. No olvide mantener abiertas las ventanas mientras limpia, para que escapen por allí.

Abrió entonces todas las ventanas y repasó con la mezcla hasta llegar a la última esquina. Le pareció que la bruja buena, muerta de hacía años, hubiera vuelto para entrar en sus pensamientos y tratar de advertirle que esté atento, de modo que su trabajo no sea en vano. Pues de haber hecho mal las cosas, las energías negativas allí depositadas, sedientas de venganza y maldad, podrían haberlo delatado con una de sus rebuscadas suspicacias, haciendo, por ejemplo, encontrar a la policía un indicio que lo incriminara.

Al sentir el penetrante olor del vinagre entró en pánico. Otra vez.

Un pensamiento obsesivo le recorría mientras fregoteaba el piso con el trapo; «¿qué le diré a la policía si preguntan por el olor a vinagre? Tapa los olores y ellos lo saben. Si encuentran a la Delalia toido les encajaría justito».

Entonces concluyó que lo mejor sería decirles, con descarado aplomo que, durante el día, se le cayó la botella de vinagre. Simple y elegante contestación que se le había ocurrido. Esta respuesta apaciguó bastante la persistencia de aquel pensamiento. Pero se dio cuenta enseguida que, para que su declaración sea convincente, debía romper la botella y ponerla en la basura. De esta manera, no quedarían dudas de la veracidad de sus palabras ante la policía. Armando actuaba con una frialdad criminal. El más mínimo desliz podría conducirlo a la cárcel y él lo sabía muy bien: el demonio se esconde en los detalles...

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora