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Limpió sin agua, lo que más pudo el cuchillo en la arenilla y se quitó con las manos la tierra pegada de la cara. En ese momento, si encontrara un lugar para asearse en el vasto campo sería el hombre más feliz del mundo, pues el olor penetrante a vómito y podredumbre lo tenía asqueado y lo seguía a donde fuera. Observó su entorno y se dirigió hacia el interior de dos montañas que divisaba en la oscuridad, bastante cercanas. Como hombre de campo sabía que era posible que allí hubiera algo de agua.

Hubiera querido sobremanera encender una linterna o prender una antorcha para adentrarse entre las sierras. Pero sabía que hacerlo atraería más demonios. En consecuencia, decidió afinar su vista y, con la poca luz que aún quedaba del ocaso divisó los bultos que serían montes y piedras. Buscaría agua, se asearía y huiría cuanto antes hacia el campo abierto, donde podía verlo y controlarlo todo con mayor facilidad.

Notó que la temperatura bajó de forma significativa a medida que se adentraba entre las montañas, lo que sólo podía significar una cosa: había una gran fuente de agua cerca. Sus sospechas se confirmaron al encontrarse un gran mallín, lleno de cortaderas y tierra húmeda. Buscó hasta encontrar un claro de agua y, tal lo previsto, sacó el jabón de la mochila y se aseo con ahínco: las manos primero, luego la cara y el cuello. Le dio la vuelta a la aguada hasta llegar al arroyito que la abastecía y hundió la botella en el agua, hasta que esta no recibió más líquido. Se paró, volvió a poner el jabón y la botella en la mochila morral y partió con el propósito de salir de esa boca de lobo lo antes posible.

Había matado a un hombre, sin embargo esta vez, no se sentía un asesino.

Después de todo no eran humanos, aunque lo parecían. Había concluido, antes de que todo lo del inglés sucediese, que no era Dumancia sino una copia de Delalia a quién había matado en la primera ocasión, pues al parecer aquellos demonios, eran dobles de humanos. El caso de don Ambrosio se lo había confirmado de forma definitiva.

«¿Y mi copia?», fue la pregunta inevitable que volaba entre sus pensamientos y atrapó en ese instante. Era evidente que debía haber uno. «Sí doña Delalia tenía uno, ¿por qué yo no?», decía. Y la primera respuesta que le vino a la cabeza fue que era probable que su copia estuviera con la cabeza apoyada en la pared de algún rancho, extraviado. O quizá en el suyo propio, ¿cómo saberlo? Si fuera ese el caso, entonces su huida le liberó de la carga de tener que acuchillarse a sí mismo.

Se dio cuenta, también, que sentía menos miedo que antes. Con tantos verdaderos miedos, reales y palpables, había perdido en gran medida el miedo a los mitos y leyendas, como las ánimas, las luces malas o el tué-tué. Hasta soltó una carcajadita cuando recordó al tué-tué. Al fin y al cabo, pensaba, no eran más que eso; leyendas. Nadie sabía si sucedían en realidad o eran fruto de la imaginación de gente ociosa reunida alrededor de un fogón contándose historias de dudosa procedencia. En cambio estos demonios andantes... ¡estos sí que eran reales!

Tan orgulloso se sentía de estar caminando, allí mismo entre las montañas, en medio de la oscuridad, temiéndole sólo a los verdaderos peligros que se le hinchó el pecho y comenzó a caminar erguido, con la autoestima repuesta.

La última vez que se había sentido así fue en la remota noche que se habían quedado solos con su madre de corazón, Antumalen. Él estaba muy acongojado por el miedo de encontrarse al tué-tué. Ella lo tomó de la mano y lo llevó a rodear el rancho en plena noche. Caminaban unos cinco pasos y se detenían. Entonces, Antumalen le decía:

―¿Pasa dalgo?

A lo que nuestro gazapo iba contestando que no.

Luego de la heroica tarea de Antumalen por evitar el dolor de su pequeño hijo, él se sintió más fuerte. Cada vez que advertía un miedo, aprovechaba que aún era incipiente y recordaba la lección de su madre. El temor se le pasaba en un santiamén. El talismán mental surtió efecto hasta la noche que nuestro pequeño gaucho despertó en medio de la oscuridad ante la presencia del coco. A partir de esa noche, cuando imaginaba a su madre diciéndole «¿Pasa dalgo?» el cerebro suyo era incapaz de decir que «no».

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora