Capítulo 1 - Inés

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            Imperio era la capital del país. Una ciudad con vocación de nombre, con el mayor índice  de inmigración, con el único tendido de metro y la única red de túneles que conectaba toda la ciudad.

            Inés Duarte se había perdido una vez en los túneles y había decidido no repetir la experiencia. Llevaba poco tiempo en la ciudad y le había parecido que no tenía por qué seguir las recomendaciones ajenas al pie de la letra, así que prescindió del autobús y de las dos horas largas que le costaría llegar a la casa que compartía con otras dos recién llegadas. Le parecía que aquella pequeña aventura en la que no arriesgaba más que su propia vida era una transgresión de todas las normas.

            Sin embargo aquel día, unos años después, Inés Duarte, que podía disponer tanto de su coche como del de su marido, y que había dejado de hacer caso a su sentido de la aventura, viajaba en metro. Cuando tomó la decisión de realizar aquel proyecto, la alcaldía contaba con resolver los problemas de transporte público y con, como consecuencia, convertir Imperio en la ciudad más limpia. Los resultados sin embargo, habían sido los contrarios. La envergadura de la obra había obligado a crear multitud de nuevos puestos de trabajo, con lo que se produjo una mejora de la economía y un aumento considerable del número de vehículos privados que circulaban por las calles de Imperio infestándolas de gases nocivos y contaminación acústica. Al menos eso se leyó en los periódicos y se oyó en todas las emisoras de radio del país. Las protestas no tardaron en llegar, los atascos eran constantes, la polución insoportable y las víctimas por accidente de tráfico pronto se hicieron incontables. En metro no viajaban más que unos pocos desafortunados que no consiguieron extraer de su construcción más beneficio que el de utilizarlo. E Inés Duarte, que no quería dar cuentas a nadie de lo que iba a hacer, que por primera vez desde Silencio había tomado el control de su vida y no estaba dispuesta a volver a cederlo.

            En su vagón sólo viajaban otras dos o tres personas, todas ellas absortas en su propio reflejo o en la propaganda amarillenta que se había colocado el día de la inauguración de la red y que nadie se había molestado en retirar. Inés Duarte les miraba para asegurarse de que no tenía nada que ver con ellos, de que las ropas que llevaba no tenían aquel color terroso y polvoriento que siempre había identificado con la pobreza y la vulgaridad; de que sus hombros no aparecían desmayados, sino erguidos. Se había vestido como suponía que lo habría hecho un recién llegado a Imperio porque no había tenido la oportunidad de hacerlo cuando fue su turno. Sin duda impresionaría a cualquiera que se cruzara con ella. Estaba harta de pasar desapercibida, de formar parte del paisaje de la capital, de acumular menciones de honor y días de permiso que nunca utilizaba. Había llegado a Imperio con las maletas llenas de lo que su madre había decidido meter en ellas y la determinación de vaciarlas en cuanto tuviera la oportunidad. Y la oportunidad, después de tanto retraso, había llegado por fin.

            Le había llevado mucho tiempo tomar la decisión primero y redactar las cuatro líneas del anuncio después. No era de extrañar: no redactaba desde la universidad. Mientras el tren se detenía en otra estación desierta con iluminación amarilla, a Inés Duarte se le ocurrió que redactar no era lo único que había dejado de hacer. Aquel amasijo de rascacielos grises dibujados con tiralíneas era un lugar del que no se salía con facilidad. Una vez en él, una vez que se hubo establecido, Inés Duarte se mantuvo dentro de su perímetro e hizo uso de sus servicios como los ancianos hacen uso de los asilos: inconsciente y metódicamente hasta que se encontró incrustada en una concha como de galápago que ella misma se había construido. Recordaba su juventud como si hubiese dejado de ser joven, y a menudo se sorprendía al encontrar en rostro de una mujer razonablemente bonita con la treintena recién estrenada. Esa era la imagen que le devolvía el cristal del tren, que parecía no avanzar.

            

Lugares equivocadosWhere stories live. Discover now