Capítulo 3 - París

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Mentía. Él lo sabía y yo lo sabía. Aunque habría hecho cualquier cosa que me pidiera, aunque habría seguido cada consejo como una orden, él no tenía derecho a obligarme a nada. No importaba que yo se lo concediese o no. Para él yo debía ser libre. Sus decisiones sobre mí tenían que ser aceptadas para que la responsabilidad fuera compartida. Aunque aquella vez las consecuencias no serían su culpa o la mía.

- Pues no quiero irme.

- Claro que quieres Nenita. Hay un millón de cosas que ella tiene para ti y yo no ¿No te acuerdas? esta vez yo no desapareceré. No quiero. Tampoco quiero que te vayas, pero quiero que seas feliz, que nadie pueda mirarte por encima del hombro. Pero yo no soy quien puede conseguirlo.

- No quiero irme. Por favor, no me pidas que me vaya.

- No voy a pedirte nada. Estaré contigo y tú harás lo que quieras hacer.

- Ya es tiempo ¿no? Eso es lo que pasa.

- ¿Ves como si te acuerdas? ¿Ves como sí quieres irte? Tú y yo no hacemos preguntas si no sabemos las respuestas de antemano.

        Recordaba, claro que recordaba. Incluso hoy recuerdo. Pero eso no quería decir que me gustara. Nunca me ha gustado hacer traición. De todos modos sucedió que irme fue mucho más sencillo de lo que parecía. Yo pensaba durante horas, imaginaba cientos de formas , de imágenes en las que nos despedíamos. Y nada de lo que imaginé se parecía a lo que  sucedió. Fue tan simple como esperarle un día y que no apareciera. Sin frío, sin niebla, sin escenario magnífico. Sólo una de las múltiples esquinas de una ciudad  en la que no apareció. Ni siquiera esperé demasiado tiempo. Marguerite vino a buscarme.

         Fue un viaje largo, aunque su piso no estaba lejos de allí. En su coche oscuro, la ciudad se veía de otra forma. Más lejana, más fácil de poseer.  Yo también me sentía diferente: más consciente de lo que me rodeaba. Tal vez fuera solo el miedo. La gente asustada posee una óptica especial: todo parece curvilíneo y sinuoso,  amenazante hasta la desesperación. Marguerite era exactamente eso: una amenaza.

         Cuando llegamos a su casa despidió al chófer y me dejó sola en una habitación casi vacía e inhumanamente fría. No había ninguna ventana. Sólo un barreño enorme con agua templada y una pastilla de jabón. Me sorprendí desvistiéndome y lavándome con todo el cuidado del mundo. Para ella. No pensé que era extraña la falta de agua corriente. Marguerite entró cuando yo empezaba a ponerme la ropa de nuevo.

- No lo hagas, quiero verte.

         Yo tiritaba de frío, de miedo y de una especie de expectación. Ella sonreía mientras me tocaba en la oscuridad. Apenas podía verla, pero sus dedos secos me recorrieron con la misma avidez con la que yo había recorrido las calles detrás de mi mimo pobre de ciudad gris aquellos primeros días. Cuando terminó yo sólo quería desaparecer, volver a enjabonarme y no encontrarme tras el olor a espuma. Quería despojarme de la entidad de la que me habían dotado aquellos dedos anhelantes y añosos.

- Estoy cansada- dijo- Francois  nunca me había traído algo así.

         Yo no contesté. Seguía aterida y seguía asustada. Pero ya no quería irme. Se me había olvidado el duende que vivía en su voz. Debía de ser un duende muy hermoso para permitir aquellos sonidos. De nuevo imaginé. Esta vez a Marguerite como debió haber sido mucho antes de que yo la conociera. Y la amé un poco. No demasiado. Fue la intangibilidad del duende. Me retuvo con aquello del mismo modo que su forma de moverse me erizó los sentidos la primera vez que la vi. Son las cosas de cuya existencia dudo las que me atan a las personas.

Lugares equivocadosWhere stories live. Discover now